jueves, 6 de octubre de 2011

Cuento: El Claro

Chatísimos,

Les dejo mi último cuento, el primero situado en las lejanas tierras holandesas. Y aprovecho de contarles que llegaré el diez de diciembre a Chile, con todas las ganas de hacer magia y sobre todo de hacer chatismo.





EL CLARO



El frío me tenía atontado. Salí de mi casa con nada más que un chaleco, pensando que el sol de la mañana se iba a mantener durante el día. Me sentí estúpido; llevaba ya medio año viviendo en Holanda y no aprendía.
 —Si no llega nadie, nos emborrachamos —me dijo Bryan. Íbamos en bicicleta, él un poco más adelante; para que lo escuchara no se molestaba en girar la cabeza sino que simplemente gritaba.
 —Y si se aparece alguien, con mayor razón —le respondí, parando en una luz—. Pero alguien tendrá que llegar. Con una sola persona me conformo.
 —El poster estaba precioso, con el cuadro de Bacon...—dijo Bryan, como hablando para si mismo—. Miah ayer me dijo que iba. Linzi dice que está ocupada pero quizás la convencemos. También Fran se veía entusiasmado.
 —El poster estaba bien —le dije, no demasiado convencido. Yo no tenía idea qué esperar. Pensar en Leah me hacía sentir intranquilo, sería una situación incómoda si estábamos los tres solos en medio del bosque. Podría pensar que le mentimos. Bryan en cambio no me preocupaba, confiaba en que lograría inventar una buena excusa para justificar el posible fracaso. Qué sentiría más allá de eso era un misterio, para mí y supongo que para él también. Por momentos tenía la certeza de que haríamos el ridículo, y por eso estaba algo callado, introvertido. El frío también ayudaba; el cielo iba palideciendo lentamente; comenzaban a desaparecer las sombras y el viento iba tornando más pesado el pedalear. Aceleré el ritmo para entrar en calor. El resto del camino nos fuimos esquivando autos y peatones, aunque en realidad no teníamos apuro.
 Bryan llamó por celular para avisar que estábamos abajo. Linzi vivía en un segundo piso, con otras dos amigas. La casa la habían ocupado pensando que estaba abandonada. Luego creo que llegaron a algún tipo de acuerdo con el dueño. Era algo que bordeaba la legalidad; yo no lo tenía demasiado claro. Organizaban comidas vegetarianas los martes, a las que solíamos ir con Bryan y otros amigos. Linzi nos saludó desde su ventana y nos pidió que la esperáramos un minuto. Todo en inglés, por supuesto; ella era holandesa. Bryan me miró con cara de romántico; yo le respondí con un gesto estúpido.
 —Seguro que está con el rasta —me dijo Bryan—. Ahora son inseparables. Se ve extraña Linzi así, algo enamorada.
Yo había pensado lo mismo. Era probable que el rasta estuviera con ella. Más que celos, sentía envidia.
 Nos saludamos de nuevo, de tres besos, y nos llevó al garaje.
—Estás tan sexy hoy —le dijo Bryan.
Llevaba una remera suelta y pantalones apretados; Linzi conocía sus ventajas. Atrás de la casa había varias bicicletas destruidas, los restos de un sofá y cajas de madera con plantas medio muertas. Los martes ese espacio servía como estacionamiento de bicicletas. Hoy, en medio de todo, resistía un viejo Renault Express.
—Aquí está —nos dijo Linzi. Noté que se había cortado el pelo. Ahora tenía un estilo más ochentero, con la chasquilla lisa. Antes lo llevaba más punk, o quizás thrasher. Me gustaba más entonces, iba mejor con su mirada sarcástica, con su sonrisa de “y a mí qué me importa.” Ahora se veia más señorita, lo que en realidad aumentaba mis ganas de morderle los labios; de que volviera a arañarme la espalda, como aquella noche que pasamos juntos.
 —La camioneta es muy vieja, pero aún anda bien. Solía ser de mi padre. Él la amaba y creo que por eso le tengo algo de cariño. Tienen suerte que hoy hace frío, porque la calefacción está mala, no se puede apagar. Y cuidado con el asiento del copiloto; a veces se suelta, pero basta tirar con fuerza hacia adelante.
 Bryan dio algunas vueltas al auto con una sonrisa de satisfacción en la cara, como diciendo que esto era justo lo que necesitábamos. Yo me mantuve un paso atrás de Linzi, alternando la vista entre el perfil de su boca, sus hombros, y su maravilloso culo.
 —Es un auto divertido —dije yo, buscando sus ojos—. Está perfecto.
 —Bueno, todavía anda. Me ha servido bastante para mover cosas. Admito que algo la quiero, a ésta pobre chatarra. Aquí tienen las llaves.
 Cuando fui a tomarlas Linzi me atrapó un dedo; yo la miré a los ojos y ella me respondió con un guiño, apretando los labios. Eso me mataba.
 —Bueno, ¿te apareces por la tarde? —le preguntó Bryan.
 —No lo sé chicos, como les dije, estoy ocupadísima. Tengo que terminar unas pinturas y organizar algunas cosas de la casa.
 —Vamos, Linzi, es sólo una hora —le dijo Bryan—. Te estaremos esperando con cerveza y vino y vodka. Después podemos rematar en un bar, para celebrar. Mira, haces ahora lo que tienes que hacer y sales en la tarde.
 Linzi buscó mi ayuda. Yo nada más le respondí con una sonrisa.
 —Vamos, chica, di que sí —insistió Bryan. Luego, arrugando su cara de forma grotesca, le tiró un beso a Linzi, haciendo sonar los labios. Ella respondió sacándole la lengua; solía hacer eso. Bryan entonces se piñizcó un pezón por sobre su polera, y respiró fuerte entre los dientes y la lengua, como si se estuviera quemando los pies, o como si alguien le hubiera clavado una aguja.
 —Lo voy a pensar.
 —No te lo pierdas —dijo Bryan—. Será hermoso: poesía y alcohol en medio del bosque. Será un día histórico para Enschede. ¡Un gran día para la literatura!
Bryan gritó levantando sus manos al cielo. Linzi se limitó a levantar las cejas.
 —Vino, vodka, poesía. ¿Qué más se puede pedir? —le dije yo, mientras iba a la puerta del copiloto, y le tiraba las llaves a Bryan por sobre la camioneta. Ella se mantenía muda, me sonrió; yo la miré serio.
 —¿Qué más? —repetí.
 —Cuídenme el auto, chilenos.
 —¡Como si fuera nuestro! —dijo Bryan—. No, espera. Como si no fuera nuestro, eso es mejor.
 Tomó un par de intentos encender la camioneta. Al girar, el motor movía a la carrocería y parecía que el parabrisas se fuera a caer. Cuando finalmente partió Bryan lanzó un grito de victoria. Por mi ventana le dijo a Linzi que la amaba. Ella le tiró un beso con la mano, levantando una pierna. Yo le dije que nos veíamos en unas horas y estiré la mano por la ventana queriendo tocarle el pelo; ella me atrapó y no me soltó hasta que la fuerza del auto casi la bota. Nos reímos.
Bryan no manejaba hace dos años y era primera vez que lo hacía en Holanda. Quedamos en que yo, como copiloto, tenía que estar atento a los ciclistas; no vaya a ser que atropellemos a un holandés y ahí se acaba todo. Por suerte la tienda no quedaba demasiado lejos. El cielo ya estaba tapado casi por completo, salvo una pequeña mancha azul distinguible sobre el horizonte, hacia el norte; ésa era nuestra única esperanza.
 —Ah, Linzi —suspiré, al bajar del auto.
 —Hombre, olvídala.
 —Cómo me gustaría volver a tenerla en mi cama.
 —¡Ay! Sí, quién como tú. Pero no es una buena mujer, lo sabes. Y no lo digo por los arañazos.
 —Por supuesto que lo sé. En una misma noche podría dármelo todo y después dejarme por otro que le guste más, eso lo tengo claro. Es eso lo que me mata: hace lo que quiere.
—No te hagas el romántico, a ti lo que te gusta es su culo.
Estábamos en la sección de audio, en la tienda de segunda mano. Era una gran bodega, relativamente ordenada, con todo tipo de muebles y chucherías. Nos alegramos al ver que aún estaban los parlantes que queríamos. Compramos además un micrófono y el amplificador. Fuimos a dejar las cosas en el pickup de la camioneta y luego caminamos al supermercado, que quedaba a pocos metros. En la sección de alcohol, frente a las botellas, tuvimos que estimar cuánta gente iría. Terminamos comprando mucho para cinco personas y poco para diez. Si íbamos sólo los tres, sería una masacre.
Antes de volver a la camioneta prendí un cigarro. Nos sentamos los dos en el capó. Estábamos a sólo unos pasos de la línea del tren. Bryan respiraba con fuerza y se pasaba las manos por la cara, se tomaba el pelo y de vez en cuando emitía algún extraño aullido. Yo había aprendido a ignorarlo; me dediqué a seguir con la mirada la desaparición del círculo azul en el cielo, como el ojo que se cierra de alguien luchando contra el sueño. Me pareció que los pájaros cantaban en señal de protesta.
—¿Pasa algo? —le pregunté a Bryan, tirando la colilla lejos.
—Si se pone a llover, cagámos.

 Leah nos estaba esperando en el camino. Al vernos llegar se levantó, sonrió y se puso ambas manos en los bolsillos de sus jeans. Llevaba una remera negra escotada, con encaje de plástico.
 —¿Cómo andan, chicos? —nos gritó, antes incluso de que detuviéramos la camioneta. Leah era de Estados Unidos; tuvimos que volver a lidiar con el inglés. Había ido por dos semanas a nuestro grupo de investigación, invitada por la universidad. El primer día compartimos algunas cervezas y hablamos de nuestros países y de los idiomas; lo usual. A mí me pareció una gringa típica, pero simpática. Salimos un día a andar en bicicleta y pasamos una tarde en el parque. Algo de ella me gustaba que nunca pude terminar de atrapar; tampoco sentí la necesidad de buscarlo. Quizás era el saber que se iría pronto. Hasta que cuatro días atrás compramos una batería de cervezas y nos fuimos a su pieza de hotel, con Bryan. Por algún motivo comenzamos a hablar de literatura y ahí nos contó que ella también escribía poesía. Dijo que temía sonar asquerosamente cliché, porque hoy en día cualquier perdido adolescente se declaraba poeta, pero que ella algo de orgullo sentía por sus poemas. Hablamos de algunos norteamericanos; de los Beat, por supuesto. Nos contó de City Lights, de que su sueño era publicar sus poemas en esa editorial. Entonces comencé a ponerle algo más de atención. De diez historias que contaba (hablaba demasiado), una me llamaba la atención; las otras me parecían diálogos de alguna estúpida película americana.
 Se subió en el pickup y se sentó sobre un parlante.
 —¿Nerviosos?
 —Para nada —respondió de inmediato Bryan—. Me parece que organizamos algo hermoso. Estamos haciendo historia; esto será parte de nuestras biografías. El día en que Girado y González, junto a la hermosa estadounidense Leah, por esos azares de la cándida historia, se encontraron en Enschede, para recitar en medio del bosque los poemas que hoy, doscientos años más tarde, seguimos leyendo. Se instalará una pequeña placa conmemorativa en el claro: “En este lugar, un helado día del año 2011...”
 —Estás loco —lo interrumpí, con un tono despectivo.
 —Quizás se abrirá una facultad de literatura en la Universidad de Twente.
Leah se reía. Tenía una risa muy particular; fuerte y breve.
 —¡Pero! ¿Qué nos dice que no? ¿Por qué no hemos de ser nosotros los próximos grandes? Estoy seguro de que hemos leído más que muchos escritores chilenos.
 —Eso no es decir demasiado —le dije—. Y lo importante no es leer, es escribir.
 —¡También! Es una empresa de toda la vida. Vamos bien encaminados, estoy seguro. Poetas chilenos organizando recitales de poesía en medio de Europa. Suena creíble. ¡Me parece grandioso!
 Leah nos preguntó a cuánta gente esperábamos. Yo le respondí que a muy poca. Después de todo, es una escuela de ingeniería.
 —Pero está muy bien que lo intenten —dijo Leah, con tono condescendiente—. En secundaria, con mis amigos, solíamos juntarnos a recitar nuestros poemas. En un comienzo nos daba mucha vergüenza, pero creo que uno se acostumbra; es bueno para la confianza. A veces se escuchan comentarios muy interesantes. Un día dejamos de hacerlo, no sé por qué. Nos distanciamos, cada uno se dedicó a sus intereses. Me pregunto qué habrá sido de ellos; éramos buenos amigos.
 Seguimos por un camino que cruzaba entre algunos campos, hasta que se volvió demasiado estrecho para la camioneta. Entonces cada uno tomó algo del pickup y caminamos hacia el bosque. En realidad, era una pequeña arbolada. Un sendero de grava llevaba hasta un claro, donde había un escenario de madera que nadie parecía utilizar, pero que alguien se preocupaba de mantener limpio. Detrás había pilas de sillas plásticas. Con Leah nos encargamos de ordenarlas, mientras Bryan instalaban el micrófono y los parlantes.
 —¿Pensaron alguna vez si era realmente necesario el micrófono? —dijo Leah, con ironía. Yo me reí a carcajadas, encontré que era ridículo.
 —Puede ser, es cierto —dijo Bryan, bastante serio—. Pero me gusta como se ve, parece más real. Y lo podemos ocupar en las próximas reuniones, cuando ya venga más gente.
 Con Leah abrimos un par de cervezas y nos sentamos. Bryan jugaba con la mesa de sonido y el micrófono. Una sola nube terminó por cubrir el cielo; sobre mi cabeza y en el horizonte, por entre los troncos, vi al mismo gris inmaculado. El rostro de Leah, desprovisto de sombras, parecía hablarme desde una vieja fotografía. Quedaban quince minutos para la hora estipulada.
 —Hace algunos meses que no escribo nada. He tenido tantas cosas que hacer —me dijo Leah—. Preparar este viaje, escribir mi tesis, hacer clases... y ya estoy en mi último año de doctorado. ¡Oh Dios!
 Mientras ella hablaba yo me turnaba entre una calada y un trago. Leah tampoco fumaba, lo había dejado hace algunos meses. Por estar sentado y en el bosque, quizás también por los nervios, volví a sentir frío; se lo comenté a Leah, que hizo como si sintiera lástima, rozándome con timidez el brazo. De inmediato hizo un comentario sobre mi flacura. Yo le devolví una sonrisa.
 —Todavía no entiendo que en éste país siempre hay que salir con una chaqueta.
 Bryan se había sentado al borde del escenario. Tomaba cerveza y volvía a refregarse la cara. De vez en cuando mirábamos al camino, escuchábamos pasos, pero era sólo gente que vivía por ahí, señores paseando a sus perros. Cuando comenzó a llover nos convencimos de que no llegaría nadie. Al igual que los pájaros, guardamos silencio. Entre el humo del cigarro miraba al Bryan, que estaba pálido, inmóvil. Leah hacía algo en su celular: lo cerraba y lo volvía a abrir.
 Habíamos instalado algo así como veinte carteles en algunos sitios de la universidad, invitando a una lectura de poesía. No habían restricciones de idioma, ni de largo, ni de autoría. El problema era, por supuesto, que se trataba de una universidad de ingenieros. Poetry in the woods, le llamamos; bastante cursi. Me había contagiado con el entusiasmo de Bryan. Cuando me convencí de que seríamos los únicos no sentí tristeza ni decepción, más que nada me sentí solo.
 Bryan de pronto se paró y fue frente al micrófono.
 —Señores y señoras —dijo, supongo que nervioso por escuchar su voz, y más aún en inglés—. El primer encuentro internacional de poesía al aire libre de la Universidad de Enschede, Netherlands, se da por comenzado.
 El sonido era nítido, desprovisto por completo de eco. Con Leah aplaudimos con solemnidad y después nos largamos a reír.
 —La falta de público no nos desanimará. La poesía no sabe de números, es irrelevante. Además, tenemos la suerte de estar acompañados por la sexy poeta norteamericana Leah, cuyo apellido no recuerdo, y por ello pido disculpas.
 Leah sonrió tímidamente y gritó algo que ninguno de los dos entendió. Bryan entonces se mostró nervioso, y dijo rápidamente:
 —El micrófono queda abierto.
 El parlante chirrió, aullamos de exagerados y luego volvimos a quedarnos en silencio. La lluvia era tan fina que me recordó a mi gato, cuando se paseaba por entre mis piernas. Debajo del enorme castaño casi no nos mojábamos. Bryan llenó un vaso plástico con vino y se sentó a nuestro lado. Con Leah notamos que ya no teníamos cerveza y seguimos sus pasos.
 —¿Y ustedes trajeron sus propios poemas? —dijo Leah, para romper el silencio.
 —De todo —dijo Bryan—. Franceses, chilenos, algún horrible español, y dos o tres poemas que escribí hace mucho tiempo. Ya no me dedico a esas cosas; ahora escribo filosofía.
 —Yo traje sólo poemas míos, y uno de Lihn. Un poeta chileno —le dije a Leah.
 Comenzó a soplar un viento cálido, que alcanzaba para botar las hojas más secas. Leah de pronto se paró y fue detrás del escenario. Me gustaba su forma de caminar, erguida y con los brazos rectos. Mejor aún con los pantalones algo mojados.
 —Ah, Linzi —suspiré, con una sonrisa, mirando a Bryan.
 —¿Por qué no Leah? Ella sí te busca.
 Nos alegraba poder hablar español, al menos por un minuto.
 —Bryan, por favor. Yo soy un caballero; un hombre de una sola mujer. Aún cuando Linzi sea una mujer de muchos hombres.
 —Claro, sí, pero si Leah no tuviera esos frenillos, otra sería la historia.
 —No especularé sobre las posibilidades del amor: vana empresa —le respondí, con una solemnidad ridícula—. Aún así te digo: sé que esos ojos azules serían suficientes para contener mi amor. Mas el ruido, el tambaleó, la nausea.
 Leah volvió hablando, mirando al cielo como preguntándose si pararía la lluvia.
 —Con mi mejor amiga, en Washington State, solíamos comprarnos botellas de vodka e ir a clubes donde a las mujeres las dejan entrar con alcohol. Hay un par de lugares así, uno que me gusta mucho. Íbamos bien vestidas, siempre con faldas; nos pintábamos los labios, los ojos... Podíamos tomarnos la botella en menos de una hora, con jugo de naranja. Nos dedicábamos a bailar, jugábamos a pasarnos la botella y a despachar a los tipos que se nos acercaban. ¡Ay! Me encanta bailar. Después hacíamos que alguien nos comprara más alcohol; no es muy difícil, es cosa de esperar unos minutos en la barra. Ella es genial, Tracy, yo la amo. En algún momento de la noche nos perdíamos, cada una tomaba su rumbo. Y luego, cuando despertaba, sabía que en mi celular encontraría un mensaje en que me contaba dónde estaba, y con quién. Yo a veces tenía que preguntarle la dirección a quién sea con que hubiera pasado la noche para escribirle de vuelta.
 Leah se rió y tomó un gran trago de su nuevo vodka.
 —Entonces quedábamos de juntarnos en algún lugar, para tomar desayuno. Primero nos reíamos, sin decirnos nada, y luego hablábamos de la vida; extraño esas conversaciones con Tracy, sobre una taza de café y huevos fritos. Palabras interrumpidas por la resaca y el sueño... Y volvíamos juntas a nuestros dormitorios. Vivíamos bastante cerca. Eso creo que hace dos años. Tracy es una persona maravillosa. Realmente la amo. ¡La extraño!
 Yo iba por mi segundo vodka cuando llegó Linzi. A mí me tomó por sorpresa; ya había pasado más de media hora. Estaba lo suficientemente borracho como para no ponerme nervioso, y la miré con ojos de complicidad. Ella me respondió con una sonrisa que sentí como la hoja de un cuchillo cortando una cuerda de guitarra; cortando una sábana negra.
 —Creo que todos sabíamos que esto iba a ser así —le grité.
 —Es maravilloso —respondió ella, hablando para sí misma.
 Bryan corrió a su encuentro y la abrazó. Ella gritó y le dio un beso en la mejilla.
 —Estaba pintando estupideces así que decidí mandarlo todo al infierno. No traje poemas; yo no escribo, pero vine a escuchar.
 Le presentamos a Leah, a la que noté algo confundida. Le ofrecí vino y me dijo que prefería vodka solo. Después se largó a liar un cigarro con hashis, mientras yo le sujetaba el paraguas. Nos ofreció; nadie quiso.
 —¿Te gusta nuestro hermoso recital? —le preguntó Bryan a Linzi—. El endemoniado clima de tu país no nos ayudó, pero mira, tenemos micrófono, parlantes, escenario... es un lugar precioso. ¡Tenemos alcohol!
 —Me gusta este lugar —se limitó a decir Linzi. La lluvia era intermitente, nunca fuerte, y una neblina comenzaba a envolvernos. El encendedor me mostró que había llegado la noche; el atardecer había pasado desapercibido. Bryan le conversaba a Linzi sobre el poster, y los parlantes, y lo idiotas que eran los ingenieros; la gente en este país que no lee nada. Linzi sonreía. Yo intenté ignorarla, no caer en sus miradas.
 Fui caminando hacia donde el bosque era más tupido. Meando, buscando el reflejo de mi rostro en la corteza de un castaño, me vi sentado frente a mi computador, la noche anterior, trazando por primera vez un poema de amor. Me vi en el balcón de mi departamento en Santiago observando a la gente que bajaba de una micro. Pensé en las capacidades atemporales de la orina, y su significancia antropológica. Y había llegado Linzi, y los carteles habían sido inútiles, y estábamos mojados y ya estás borracho de nuevo, Manuel; eso me hizo reír.
 De vuelta, al verme caminando, Linzi salió a encontrarme, con una indiferencia que parecía permitirle caminar por sobre los charcos de agua.
 —Están hablando sobre Estados Unidos —me dijo, con un tono resignado.
 —Ah, por supuesto.
 Le ofrecí de mi vodka, y aceptó.
 —¿No le hicieron nada a mi camioneta?
 —Está perfecta.
 —A mí los Estados Unidos no me interesan —dijo, como arrepentida—. No los conozco, no puedo emitir comentarios. Lo único que sé es que muchos se pasan días hablando basura sobre los americanos, y luego llegan a la casa a ver Dr. House, con el iPad en el regazo y la coca-cola en la mesa.
 Sentí que hablaba para sí misma así que preferí callar. La verdad es que no recuerdo haber hablado demasiado con Linzi. Creo que eso le gustaba; yo la escuchaba, le decía que no o que sí, y ella seguía hablando como si nada. Eso buscaba yo, una mujer que disfrutara de mi indiferencia, de mi cinismo. En un silencio miramos a Bryan, que se había sentado sobre las piernas de Leah.
 —Bryan González —me dijo Linzi.
 —Persiguiendo a una mujer —le respondí, en su mismo tono.
 —Hace un minuto me decía que esta gringa lo tenía aburrido con sus historias idiotas. Que ya no habían mujeres interesantes. Siempre lo mismo: la gente, que es tan vacía, que es tan ignorante. Quejándose... detesto a la gente que se queja. ¡Para de reclamar y simplemente haz algo!.
—O por lo menos no te quejes —la interrumpí. Sabía que era lo que quería escuchar.
—¡Exacto! Y ahora, feliz, coqueteando con Leah. ¡Lo veo, sus ojos, y no puedo sino pensar que está perdidamente enamorado!
 —Yo no lo entiendo. Es un niño, pero un niño al que le gusta mucho el sexo.
 Nos reímos. Yo no supe qué más decir. Escuché el chirridido de un único cuervo, intermitente. Pobre animal perdido, pensé. Quise comentarle a Linzi sobre la noche que habíamos pasado juntos. Nunca habíamos hablado de ello. Leah me miraba mientras escuchaba a Bryan, con cara de nada. Linzi comenzó a enrolar otro cigarro. Me preguntó si quería y acepté. Yo tuve el paraguas; ella lió los dos cigarrillos, puso uno en mi boca y lo encendió, sin dejarme de guiñar un ojo. Guiños, lenguas, cejas levantadas, mientras yo pensaba en mordiscos, arañazos y palmadas, en gemidos y látigos y quizás cadenas, por qué no, cadenas.
 Linzi comenzó a preguntarme sobre mi escritura. Eché a andar mi discurso, escrito y corregido cada noche con mi cabeza en la almohada. Pronto escuchamos a Leah que gritaba. Decía algo, visiblemente enojada, a lo que Bryan respondía con un tono condescendiente.
 —Y tú crees que sólo porque soy norteamericana tengo que estar de acuerdo con los crímenes que comete mi país. Yo soy consciente de eso y lo rechazo. Me siento avergonzada, por muchísimas cosas, pero también muy orgullosa de otras.
 —Por supuesto, eres americana, vives en el mejor país del mundo.
 Luego vino un largo monólogo de Leah mencionando sus marchas pacifistas, y que ella estaba en contra de las guerras, que con sus amigos salían a la calle y marchaban en contra de la guerra, en contra de los desastres financieros, y que llevaba una vida muy simple, que sus padres le habían enseñado a prescindir de las cosas materiales. Bryan le decía que muy bien con todo ello, pero que uno siempre será responsable de los actos de su país; es terrible, pero es así, y hay que afrontarlo. Y yo pensé en el pobre cuervo, negro y perdido en la oscuridad de la noche, con las plumas mojadas y aún así condenado a una sola palabra.
 Leah en un momento se paró, gritando, y caminó hacia donde estábamos con Linzi. Bryan emitió un sonido de resignación y se fue a servir otro vodka. Intentamos entablar una conversación los tres, con Linzi, pero fue imposible. Yo miré al suelo, y después a la luz de un farol que alcanzaba a colarse entre los árboles. Era naranja; llegaba a iluminar levemente los perfiles de Leah y Linzi, dándoles un aspecto irreal. Muñecas aburridas preguntando por aquellas cosas importantes de la vida.
En un instante decidí ir a buscar mi cuaderno (negro) y luego subí al escenario. Los otros me siguieron con la mirada y en silencio. Frente al micrófono inspiré, sentí el olor de mi chaleco mojado. Miré al suelo y recité el que encuentro es mi mejor poema. Y recordé lo mucho que detestaba mi voz, recordé que esa mañana había tenido un sueño erótico que incluía a dos pelirrojas, y tuve la certeza, vi con la misma claridad de las nubes de aquella tarde, que mis poemas eran perlas de plástico, cajas de cartón sin fondo con cinta adhesiva gastada. Y después escuché de nuevo la lluvia.
 Leah aplaudió, y yo la miré con mi mejor cara de odio, porque me sabía oculto en la contraluz y la neblina y mi pelo mojado. Luego recité el poema de Lihn, coreando el último verso junto con Bryan, al que dediqué la misma cara de odio, ésta quizás con algo más de resignación. Y antes de recitar mi improvisado poema de amor me vi sumido entre piernas y carteras en un centro comercial de Santiago, a los cinco años, perdido, preguntándole al aire (acondicionado) y a las luces y al suelo por mi madre, hasta que la primera vieja atinada me tendió la mano y yo me largué a llorar.
 Miré de nuevo al frente y los vi a los tres bajo el paraguas de Linzi. Se había largado a llover. Recibí los aplausos sin dejar de mirar los tablones, mojados, impecables, y luego bajé del escenario saltando, hundiendo mis zapatos en el lodo. Miré a Leah de reojo, y fui a servirme otro vodka. Ella fue a mi encuentro.
 —Cuánto me gustaría saber más español —dijo Leah, haciendo a un lado los mechones de pelo que tenía pegados a la frente.
—Puedo traducirlos —dije yo, con una voz que me pareció ajena.
A unos metros vimos a Linzi que volvía a quemar la caluga de hashis. Bryan sostenía el paraguas, y miraba al escenario en silencio.
 —Yo dejé de fumar hace años —me comentó Leah, con voz ebria—. No me gusta. En pregrado, con unos amigos, fumábamos como si el mundo se fuera a acabar. Armábamos cigarrillos hasta quedar estúpidos. No puedo decir que fueron malos momentos; no me arrepiento. No me arrepiento de nada. No hay que arrepentirse de nada en la vida. Pero un día, estaba en la habitación de uno de ellos... ¡Completamente volada! Después de haber fumado una cantidad ridícula... Mi amigo estaba echado en su cama, mirando una bola cromada. ¿Las conoces?, éstas para hacer malabarismo. Yo tenía en mis manos uno de esos osos de peluche que vibran cuando los apretas. Llevábamos quizás más de una hora en silencio; se había terminado la música y no tuvimos la voluntad para poner otro disco. Sólo se oía el zumbido del oso cuando lo apretaba, y la respiración fuerte de mi amigo. Y de pronto nos reímos. Como recién, cuando comenzó a llover, ¿me entiendes? No podíamos parar de reírnos, de nuestra propia risa y de nuestras caras; recuerdo perfectamente su cara. Su boca abierta y sus ojos pequeños. Me asfixie y me dolió la quijada y la guata. Lloré. Y me seguí riendo desesperada, como si de eso se tratara todo; tú sabes, esas cosas que uno piensa cuando está volado. Entonces me callé y él se calló y yo comencé a llorar, no de risa, a llorar de verdad.
 Leah se tomó lo que le quedaba de vodka.
—Y pensé, cuando debería estar escribiendo la poesía que definiera a nuestra generación, aquí estoy tirada sobre una alfombra persa, jugando con un oso de peluche.
 —Me encantas —le respondí yo. Intenté besarla pero me corrió la cara; dejó, sin embargo, que la abrazara por la espalda. Después apoyó su nuca en mi hombro. Abrió la boca como para tomar agua de lluvia. Yo supe que me estaba esperando la mirada de Linzi y decidí enfrentarla con seriedad; la miré a los ojos. Ella me sacó la lengua y me reí.
 Leah de pronto se soltó de mis brazos y fue a buscar su cuaderno, en su bolso, bajo una silla plástica. Subió al escenario y probó el micrófono con sus dedos, que entonces descubrí eran larguísimos. Abrió su cuaderno y apretó los labios, se pasó la mano por la nariz y se refregó los ojos. Escondió el cuaderno con su cuerpo para que no se mojara y miró al frente. Seguía lloviendo con fuerza; yo estaba completamente mojado, y por un instante me preocupé por mi salud. El pelo negrísimo de Leah se amontonaba en su frente y en su cuello. Linzi se acercó unos pasos, Bryan la siguió con torpeza. Leah recitó un poema, y después otro y un último. Mientras ella hablaba, yo no pude sino mirar aquella luz naranja entre las hojas, derritiéndose entre las gotas de lluvia, duplicada por el vino y el vodka. Busqué la mirada de Bryan, que me devolvió una sonrisa con los ojos exageradamente abiertos. Era la emoción de un borracho. Linzi en cambio había desaparecido entre la neblina, dejando en su lugar una espalda erguida, una mirada que cruzaba por todos nosotros sin dignarse a tocarnos. Leah intentó poner sus manos en los bolsillos pero estaban demasiado mojados; cerró su cuaderno y miró al piso. En ningún momento sonrió. Y a mí me invadió una tristeza infinita.

6 comentarios:

  1. Felicitaciones Nicolas, momentos geniales, descripciones precisas, engancha, cautiva y emociona, me dio sed y ganas de lluvia. Notable.

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  2. Ufff muchas cosas. Podría ser perfectamente un capitulo de una historia más larga. La sensación inconclusa (que no necesariamente es mala) molesta más por lo bueno de la historia. Me gustó caleta el cuento.

    El cuento me lo imagine perfecto, me dejó la sensación de ser una historia real. Lo que ya es señal de éxito, ya sea ficticia o real la hsitoria.

    Puta wn, felicitaciones, me gustó caleta. Me gustaria conocer a esos personajes.


    Salud y te esperamos longi tu maire.

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  3. Felicidades, Nico!! Me encantó! Me entretuve mucho leyéndolo y está muy bien lograda la narración y los personajes, excelentes personajes. Sigue escribiendo! vay perfect, jajaja, nos vemos pronto, un abrazo.

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  4. ehhh nico... buena buena weon, me gusto harto el relato, estas con harta versatilidad, pero mostrando siempre tu impronta, la raja.

    Comarto en que los personajes están bien construidos, entretenidos, obviamente está basado en tu experiencia en holanda, pero igual no es fácil armar una relato de ese tipo. También comparto con que me parece parte de algo más grande, como un apartado de una novela más que un cuento propiamente tal.

    Felicitaciones, sigue escribiend!!

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  5. Buena cabros, les agradezco infinito darse el tiempo de leer los cuentos y comentarlos. ¡Muchas gracias por las flores!, jaja, anima para seguir intentándolo.

    Estoy chomierda en cama hace cuatro días. Es horrible estar enfermo, solo, en otro país. Pero ustedes acompañan caleta. Salud!

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  6. Muy bueno nico! Personajes bien descritos y chistosos y el encuentro poético en el bosque para que mas chatista. Saludos,

    Caco

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