lunes, 11 de junio de 2012

Cuento: Los Gusanos

Amigos, aquí les dejo mi vuelta a las canchas del cuento. Verán que no es muy quillotano. Leeré cualquier crítica o comentario con gustísimo, porque uno escribe pa que lo lean, eso está claro.



Los Gusanos

-¿Se supo algo?
El quiltro se echó en la banca de al frente, bajo la sombra de un plátano. Color tenía los codos apoyados en las rodillas y arrastraba los zapatos por el maicillo. Sin levantar la cabeza, estiró la mano para que le pasara una cerveza.
-Nada.
Mirábamos hacia el parque, de espaldas a la carretera. Teníamos que gritar para poder escucharnos. La nube de polvo creció como espuma; no corría ni una brisa. Entre trago y trago de cerveza se me secaba la garganta. Sentía las capas de sudor seco acumulándose en mi frente. Color se terminó la cerveza de dos tragos y tiró la lata al basurero; falló por más de un metro. Se levantó sin enderezar la espalda. Al volver a sentarse miró su celular con un ademán automático. Ahí se acordó de mí y me dedicó una mueca, con cariño.
-Me llamó Helena; nada nuevo -me dijo, mirándose las manos.
Al fondo, tras un par de árboles medio secos, había un peladero de polvo. A cada extremo fierros oxidados hacían de arcos. La cancha estaba cercada por una reja ya despintada de tanto pelotazo. Tres niños jugaban a un sólo arco, ya sin demasiadas ganas, con los brazos caídos, vencidos por el calor. Le daban a la pelota y después caminaban a donde hubiera caído. El más gordo, aunque estaba inmóvil, con la cara roja, no paraba de gritar. A cada remate emitía un chillido tan agudo que lo escuchábamos claro, por sobre el ruido de los autos. Sus amigos lo imitaban y se reían; nos lograron sacar una media sonrisa. Descansamos unos minutos, en silencio, apurando las cervezas.
-No entiendo qué mierda estamos haciendo acá -me comentó Color.
El quiltro se despertó con el ruido de la pelota pegando en la reja. Se sacudió como si viniera saliendo del agua; bostezó. Miró a los niños, que ya iban de vuelta, chuteando la pelota. Y luego nos miró a nosotros con cara de pregunta. Terminó por convencernos y nos paramos. Recogí las cervezas que quedaban y sin decirnos nada volvimos a caminar hacia la carretera. Faltos de ideas, repetimos los mismos gestos. Yo me asomaba por las panderetas, a ver si hallaba algún borde de concreto que hubiese pasado por alto. Color se quedaba inmóvil mirando por las bocacalles. Se subía a cada banca que cruzábamos y tapándose el sol con la mano detenía la vista en la gente que pasaba. Tenía la misma energía de siempre pero caminaba con los hombros caídos y el rostro serio. Era primera vez que lo veía así.
-Quizás se cambió la polera... pasó a su casa a cambiarse. ¿Quién dijo que era roja?
-Esa que tenía un tipo con un mohicano; yo me acuerdo perfecto, no tengo duda.
-¿Y no tenía chaleco, o algo?
-¿Con este calor? Y bueno, sí, andaba con un polar, pero lo dejó donde Helena.
Decidimos volver hasta la Alameda por la calzada oriente. Caminamos uno atrás del otro, siguiendo el borde de adoquines que quedaba entre la calle y el muro que cubría la carretera. El quiltro nos siguió por la vereda, al otro lado de la calle. A veces se demoraba en un basurero o se quedaba olfateando el tronco de un árbol. A cada ingreso y salida de la autopista teníamos que esperar un buen rato a que no pasara nadie. La poca gente que caminaba por ahí se quedaba mirándonos, y luego movían la cabeza en signo de reproche. Me hubiera gustado poder explicarles, usando palabras gentiles y con un tono suave, nada más que para sentir la satisfacción de desmentir sus prejuicios. Imaginando esos diálogos con desconocidos volvía a recordar en qué andaba, y me detenía en seco para mirar alrededor. Buscaba lugares escondidos, a donde nadie hubiera mirado durante el día. Había cuevas de concreto por donde salían cables y fierros que atrapaban bolsas plásticas; espacios para cajas metálicas con códigos desteñidos o cubiertas por varias capas de rayados. De vez en cuando veía abajo pequeñas puertas camufladas con pintura gris que darían, pensaba, a lugares oscuros y estrechos, de olor insoportable, con un escobillón sin pelos y un par de cajas de cartón húmedas. Quizás en alguna de ellas podría encontrar los restos de un colchón, una bota y un par de calcetines podridos; los restos de alguien que vivió allí. Un vago que por alguna sospechosa casualidad se hizo de la llave y vio en ese agujero su posibilidad de escape de esta ciudad. Alguien que huyó no hacia las afueras, sino hacia lo profundo. Escondido, medio sordo por el ruido de los camiones y las motos, jorobado por los techos bajos de su cueva y con los ojos y el pelo grises y la piel color cigarro, ahí duerme el viejo del chaleco verde oscuro que revisa los basureros de la norte-sur, el que ya bien entrada la noche camina con cuidado por la minúscula vereda, intentando no ser visto, sin sospechar que todos los días Emilio lo mira en su pequeña pantalla en la central de seguridad, y decide no avisar a carabineros porque sabe que el viejo es indefenso y le recuerda a su abuelo paterno.
-¿Qué mirai?
-Nada. Esa puerta.
Nos tomó algo más de una hora volver al centro. Cuando desapareció la norte-sur bajo tierra las veredas se fueron llenando de gente. Fuimos directo al quiosco de la esquina con Ejército. Me compré un agua y dos paquetes de galletas; no había comido desde el desayuno. Color se limpió la cara y abrió otra cerveza. Hablábamos sin mirarnos, fijándonos en los peatones o en los que iban sentados en las micros.
-Qué mierda -me dijo Color. El agua le había devuelto la voz.
-Una mierda.
-Pa mí que Manuel se fue a la playa, y le está importando un carajo el resto del mundo. El niñito Vitacura quiere que lo echemos de menos; confirmar que algo pasa en el mundo si desaparece.
-Ojalá.
Como estábamos tomando cerveza en la calle la gente pasaba mirándonos. Un guatón crespo nos sonrió de envidia, y dijo algo que no entendimos pero que respondimos con una sonrisa. El quiltro volvió a aparecer; dio un par de vueltas por la cuadra, caminando con la lengua afuera. Cuando terminó su cuarta lata Color enroló un cigarrillo. Por ese entonces le había dado por fumar Popular. Me contó su plan para el resto de la tarde, con el tono que hablaría un detective que sigue los procedimientos establecidos. De pronto sonó su celular. Era Helena. Me bajó el ánimo notar que no había noticias. Volví a sentirme cansado, y más que nada inútil. Color se limitó a los monosílabos; lo noté incómodo. Él estaba ahí para ayudar y nada más, para hacer lo que le dijeran. Era su actitud militar; había que encontrar a este tipo; esa era la misión. Que fuéramos a un mirador en El Arrayan, que era otro lugar especial y quién sabe, que después pasáramos por ahí para hablar con la policía, que no se había sabido nada. Acatamos, resignados.
-¿Sabí la micro?
-La cuatro veintiocho.
El quiltro se echó a nuestro lado en el paradero. Ese chascón, con pinta de oveja a mal traer y cara de curioso, se conformaba con que uno le pasara la zapatilla sucia por la guata. Tenía la humildad de pararse y darse vuelta cuando se aburría de un mismo lado. Yo movía el pie de nervioso nada más. Cuando llegó la micro y nos paramos él también se levantó. Entendió que nos íbamos y volvió a echarse en la sombra.
-Chao perro.
Era un viaje de hora y media, del centro a las alturas. Tomaríamos una micro y luego un taxi. Decidimos sentarnos a lados opuestos, mirando hacia afuera, a ver si de suerte lo encontrábamos, caminando entre la gente, como si nada. Subimos por la Alameda y Providencia y Manquehue, y cada vez se veía menos gente en la calle; pensé que quizás los santiaguinos no son más que bolitas siguiendo los caminos dictados por la gravedad; ruedan y se amontonan en el valle... Varias veces creí verlo. Cualquier coincidencia era suficiente para convencerme; la forma de caminar, el pelo. El deseo, siempre apurado, se colaba por los agujeros de la realidad. Ya más construida la imagen, desaparecían los espacios donde podría germinar la imaginación. Y la duración de ese instante de coincidencia, razoné, sería proporcional a nuestra desesperación. A este tipo lo quería tanto como para alucinar medio segundo, y confundirlo con un viejo de cuarenta años; no es poco decir.
-¿Qué calor, ah?
Al comienzo el taxista intentó conversar con nosotros. Era un viejo gordo, de piel curtida, moreno. Colgando del retrovisor tenía un muñeco de Alexis Sanchez. Y un rosario, claro. Se veía simpático; me dio lástima ser tan indiferente, pero no estaba para nada más. Viendo tan vacías las calles me sentí estúpido, yendo a meterme al lugar más improbable. Sería raro que no se supiera de él, si ahí la gente sospecha hasta de los que pasaban caminando. Estaba cansado; mi mente, inquieta, elaboraba historias que pudieran explicar su ausencia. A medida que pasaba el tiempo los cuentos se volvían más inverosímiles; tomaba cada vez más trabajo fabricarlos. ¿Cómo explicar que no se hubiera comunicado con nadie? La respuesta más simple era el suicidio; contra esa idea tenía que luchar. Intenté, mientras el taxista se enfrentaba a las calles empinadas, ver con otros ojos los recuerdos más nítidos que tuviera de Manuel, y buscando la locura llegué a convencerme de sonrisas chuecas y ojos brillosos, ahí donde nunca antes había visto nada.
-Déjenos aquí.
-Son seis mil cuatrocientos.
-Buenas tardes.
Nos bajamos unas cuadras antes. Mientras íbamos subiendo el cielo fue poniéndose naranja y cubriéndose de pequeñas nubes. Ahora la ciudad era un murmullo, interrumpido por nuestros pasos sobre el asfalto y el único pájaro que cantaba a esas horas. Caminamos por la mitad de la calle, apurados de mentira. Mientras, mi mente revisaba el archivo de Manuel. Sobre cada recuerdo ensayaba nuevas interpretaciones. ¿No intentaría decirnos algo, cada vez que se iba solo a fumar un cigarro? Y esos días en que andaba tan callado... me dijeron a mí, varias veces: es medio raro tu amigo. Pero uno aprendía a quererlo. -Estamos puro hueviando aquí. Helena anda preocupada de si misma, fantaseando con una trágica historia de amor. Quizás discutieron y se siente culpable; pobrecita, yo la entiendo, pero hay que ponerse prácticos. Yo no lo veo en la romántica a Manuel, de venir a perderse a ese lugar especial. Si al hueón le tiene que haber pasado algo, no se va a volver loquito de la noche a la mañana.
-Sí -le dije. Después de un minuto agregué -Es que nos gusta el cuento del amigo que una noche cualquiera lo dejó todo. Nos encantaría poder decirle a los amigos y nunca más lo vimos. Tienes razón, hay que volver a la realidad.
-Ponermos prácticos. Vamos a hablar con los pacos. Algo cachan esos hueones, a veces.
Bajamos trotando hasta donde pudiéramos hallar un taxi. El aire se había teñido color violeta; bondad del smog, dicen. Nos ladró un perro, del otro lado de una reja. En el taxi intentamos conversar de fútbol con Color, pero no fuimos capaces. Yo iba pensando en lo lúgubre que estaría aquél departamento. Me aterraba la idea de los padres de Manuel; el tener que saludarlos. Y el tener que decirle algo al Pelao, y escuchar un rato al Cojo. Llegar allí sin novedad, sólo para avisar que Manuel, o el cuerpo de Manuel, no estaba en estos lugares a donde, por alguna razón, nos envió Helena. Y luego esperar, fumarse un cigarro, no saber de qué hablar en el paradero, dedicarle unas palabras a Sofía y quedarme dormido inventando historias sobre qué le pasó a Manuel, y levantarme de un salto de la cama con la esperanza de encontrar algún mensaje en mi celular o algún correo en mi computador que me contara la buena nueva de que Manuel llamó, Manuel está bien, y al no encontrar ni mensaje ni correo enfrentar la desilusión allí sentado frente a la pantalla, revisando los diarios, con la vista todavía borrosa y la guata hecha mierda, y en la ducha pensar si llamar o no a Helena para preguntarle cómo andaban las cosas y decidirme, por miedo a más pena, por llamar al Color, que estaría a esa hora metido en tribunales, y escuchar sus nerviosos monosílabos esta vez al otro lado del teléfono contándome que no se ha sabido nada pero que más tarde tenía pensado pasar por carabineros a preguntar; por último ir a hueviar, me diría, porque si uno no huevea a estos hueones puede que no hagan nada, y despedirme diciendo que me avise cuando vaya para acompañarlo, y tener que sentarme a tomar desayuno con Sofía y dedicarle al menos unas medias sonrisas. Ahí me bajó el terror, imaginando las palabras cariñosas que me diría Sofía, y en su abrazo puro que me haría sentir tranquilo y que me llevaría a pensar, es seguro, que está todo bien, que aquí tengo a alguien que me quiere y que me tengo que ir a trabajar, que ya es tarde.

1 comentario:

  1. Buena Rivas!!! La raja que hayas vuelto a escribir (vacaciones?).

    Quien sera Color? jajajaj

    La nostalgia pesa eh...y que paso con "Manuel", el niñito de Vitacura?
    Me gusto harto el cuento, al comienzo tal vez mucha descripcion que hace perder un poco el hilo, pero también es cierto que es parte del desarrollo de una historia...

    no muy chatista, pero no por ello menos probable!! Y como andan las cosas por acá....en fin.

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