miércoles, 31 de agosto de 2011

Cuento: La Escultura

Chatistas, sé que muchos de ustedes se encuentran enredados entre las cintas y los engranajes del aparato jurídico. Ánimo para estos tiempos grises; aquí el sol se escondió tras las nubes y comienzo a presentir el frío invierno. Aún así me llegaron rumores de una comunión psicodélica; salud por eso, qué ganas de compartir con ustedes un día de verano naranja.

Aquí les dejo un nuevo cuento que escribí las primeras semanas de agosto, y terminé de corregir hace unos días. Espero que los entretenga, y cualquier comentario o cosa que les haga pensar es muy bienvenido. Éste no es autobiográfico para nada, salió de la pura imaginación, de lugares varios.

Salud!



La Escultura

Podría nombrar los pueblos que he visitado, o describir algunos de los lugares donde he pasado la noche, para tratar de convencerlos de que llevo más de medio año viajando por España. Pero no creo que eso pruebe nada; son mis propios recuerdos y perfectamente podrían ser mentiras. Necesitaría de alguien más, para que de testimonio de mi paso por este país. Pero quizás (y este creo que es el truco) ya nadie se acuerde de mí; soy un hombre común, una persona olvidable.

No quiero ponerlo todo en duda. Digamos que esta mañana me encontraba caminando por Astorga sin destino, sólo con mi cámara, tomando algunas fotografías. Por inercia comencé a seguir a la gente; salían de sus casas y caminaban en una misma dirección, dándose los buenos días, algunos deteniéndose a conversar. Como era domingo, supuse que se trataba del mercado. El pueblo está dividido por un arroyo y en su centro, sobre una pequeña loma, resisten aún las ruinas de un castillo. Quedan sólo los muros y tres torres circulares; las enormes piedras dan cuenta de su antigüedad. Desde aquí, a través de la ventana, ahora los veo nada más que como una sombra interrumpiendo los colores del atardecer. Entonces, al doblar en una esquina, pude ver que la gente se había reunido frente al muro. Deben haber sido más de dos mil hombres, mirando todos hacia un improvisado escenario de madera. Por supuesto, decidí integrarme, sintiéndome afortunado por poder presenciar lo que a primera vista parecía algo propio del pueblo. Mientras me abría paso entre la gente se dió inicio a la ceremonia:

“Excelentísimos e ilustrísimos señoras y señores. Es sabido que el día 27 de Agosto de 1962 fue para la pequeña ciudad de Astorga uno de los días de más honda conmoción emocional de su historia. Porque ese día falleció aquí, inesperadamente, su más ilustre hombre de letras. Sólo habiendo estado entre sus muros en aquellos momentos podemos darnos cuenta de la dimensión de un auténtico dolor colectivo, y de la significación de la literatura como carne viva, como alma en trance de un pueblo. Hoy, 28 de Agosto de 1974, es decir doce años y veinticuatro horas después, aquí, en un rincón de la propia ciudad de Astorga, se inaugura el monumento con que el cincel incomparable del escultor astorgano Marimo Amaya deja perpetuado en piedra lo que ya lo estaba en nuestras almas: la memoria del hombre y del escritor. Aquél 28 de Agosto las ondas de nuestra radio popular cortaban de pronto el seco bullicio de las ferias con el réquiem de Mozart, que desplazando a toda otra música o palabra, nos daba la noticia repetida cada diez minutos de esta sobria e impresionante manera: éste es el réquiem de Mozart, con que anunciamos la muerte de...”

Un oportuno chirrido del micrófono me hizo apretar los dientes y cerrar los ojos. Algunos entre la multitud llegaron a gritar.

Ni el elegante uniforme de color negro que llevaba puesto el hombre frente al micrófono lograba disimular su extrema delgadez, que junto con un grueso bigote daban a su aspecto un aire nostálgico, de otros tiempos. Leía con calma y una perfecta entonación; los agudos ruidos no lo detuvieron ni por un instante. A mí, sin embargo, se me iba haciendo cada vez más difícil entender lo que decía; sobre las voces de la gente, que conversaba sin ninguna discreción, se sobreponía el discurso y luego su eco. Era curioso: el enorme muro a nuestras espaldas y las viejas casas de piedra al frente hacía parecer que estuviéramos en el corredor de una casa abandonada, o en día de mudanza. Asustado por ese acuoso sonido de fondo, un niño de suspensores y boina comenzaba a gritar y a llorar desconsolado, entre los pies de su padre. No podía dejar de mirarlo; nunca me pude acostumbrar al llanto de los pequeños. El padre se mantuvo inmóvil, con una mirada imperturbable, preguntándose, creí adivinar, de quién era éste enano tan cobarde, tan llorón, siendo que él había ido por su vida como corriendo con un hacha en la mano, luchando por cada cosa que alguna vez quiso, dando lo mejor de sí y trabajando y siendo astuto, porque en la vida nada es gratis, y que nadie le venga a decir lo contrario.

Sigamos aceptando nuestra ignorancia y creamos que fue casualidad el que me haya fijado en una vieja mujer que cruzaba frente al escenario. Me cautivó su paso firme y acelerado, haciéndose cargo de una marcada joroba. Pensé en tomarle una foto pero sentí timidez; tenía sus labios apretados y una mirada de penetrante indiferencia que me dejó inmóvil. Pero a pesar de su aparente seguridad, la vi dudar ante el simple acto de dejar su cartera en el asiento de al lado. Pensaría, supongo, que podría tomarse como mala educación; quizás alguien querría usar esa silla más tarde. Se levantó y miró a su al rededor con un gesto que me recordó a un ave pequeña, quizás una tórtola. Habrá notado entonces que la gran mayoría de los asientos estaban desocupados, y con un ademán displicente se decidió a dejar su bolso en la silla próxima como diciendo “y a mí que me importa.” Luego miró al escuálido bigotudo, procurando dar a su rostro un gesto de profundo aburrimiento.

Ese rostro firme y frío me recordó a mi madre, y suspiré aliviado al encontrarme tan lejos de casa.

Ella llegó sola y no saludó a nadie de los que estaban ahí al frente. Una reja provisional y varios policías separaban al público curioso de los invitados especiales, o como alcancé a oír que le decía un viejo sin pelo a su amigo de lentes oscuros, separaba “a los excelentísimos de los ilustrísimos.” Entre el muro y la reja no cabía nadie más y ya la gente comenzaba a empujar. Y tras la reja había más que nada asientos vacíos; entonces lo encontré un reflejo más de la estupidez de nuestros tiempos, pero ahora no puedo recordarlo sin dejar de sentir algo de orgullo.

La escultura estaba cubierta por sábanas y yo pensé por un segundo que quizás era así, que no había nada que descubrir, y me dije “ay de estos artistas modernos, y su necesidad de sorprender.”

Menciono un último detalle, no menos importante. Frente al escenario caminaba un niño de siete u ocho años vestido de negro, con sombrero de copa y algo parecido a una levita, llevando dos pequeños sacos en su mano. Sufría; claramente no era de los que gustan ir adelante. El pobre volvía la mirada cada dos o tres pasos buscando a sus compañeros, que lo seguían con infantil solemnidad. Supuse que iban a bailar algo tradicional de la región, que eran alumnos de la escuelita de Astorga. Algún breve comentario se hizo sobre ellos pero no terminé de escucharlo, entonces me distrajo lo que me finalmente me llevaría a escribir esto, la historia que explica mi actual desconcierto..

Tuve, y quizás todavía conservo, fama de mentiroso. Mis amigos se reían incluso antes de que comenzara mis relatos. Yo argumentaba que no era más que mi mala memoria, que se me hacía complicado distinguir entre la realidad y la fantasía. Y hoy vengo a entender que la distinción es arbitraria, cuando sospecho que ya es demasiado tarde. En fin, ni la acusación ni la excusa me dejan muy bien parado para relatar lo que me ocurrió esta mañana. Pero hay un detalle no menor, y en esto quisiera recordar las palabras de mi profesor de lenguaje en escuela primaria, las que por algún motivo no he olvidado: nunca mientas por escrito; al papel le toma demasiado tiempo convertirse en polvo.

¿Y el recuerdo de esa frase al aire de mi profesor de hace veinte años? Creo que conservamos aquello que fuimos los últimos en olvidar.

Decía, entonces, que algo me distrajo de la ceremonia. Al frente mío, en un pequeño balcón de una de las viejas casas de piedra, me llamó la atención una mujer de largo pelo rubio. Parecía que buscaba a alguien; yo me quedé mirándola, creo que hipnotizado por su hermosa figura. Cuando sentí que me miraba no pude evitar ponerme nervioso, y por ello sentirme ridículo. Al verla levantar su brazo y abrir y cerrar su boca miré con disimulo a mi al rededor, buscando a quién podría estar dirigido ese saludo. Pero todos los excelentísimos que me rodeaban ponían atención al escenario, donde un ilustrísimo joven poeta lugareño se disponía a leer un cuento del recién esculpido. Una señora me reprochó con mirada de lagarto al ver que no ponía atención a tan solemne momento. Esa necesidad de las viejas de que estén todos en lo mismo; mi tía Clara, y de nuevo mi madre.

De reojo, temiendo darme falsamente por aludido, volví mirar a la ventana; la mujer insistía, el arco que trazaba con su brazo comenzaba a convertirse en un semicírculo. Decidí finalmente darme por aludido; puse rostro de pregunta, de impresión, de por qué yo. Me respondió, con su mano derecha, que fuera para allá. “¿Que vaya para allá?”, le pregunté, con mi dedo índice. “Ven”, me dijo, con su cuerpo encorvado y sus ojos bien abiertos. Miré para otro lado por un minuto pero de reojo pude ver que insistía. Seguro que ayudó a mi confusión el hombre que estaba junto a ella, de lentes oscuros y chaqueta de cuero. Él se mantenía inmóvil observando, no al escuálido bigotudo ni al montón de sábanas ni a nadie en la excelentísima multitud ni a ninguna torre del castillo, sino lejos; no al infinito, pero bien lejos.

Decidí partir. A los diez pasos me dí vuelta, algo confundido, y busqué de nuevo la ventana. La mujer aún me miraba y al notarme inseguro volvió a insistir en que sí, que era yo, y que fuera para allá. Miré a mis al rededores para descubrir alguna ruta; el homenaje al amado astorgano bloqueaba el camino directo. Llegué a aprender en mis viajes que los pequeños pueblos europeos son engañosos; después de tanta guerra e incendio, su geometría termina siendo producto del azar. O mejor diría, de los caprichos de la historia. Pensé entrar al castillo, pero en la puerta un policía me dijo que estaba clausurado, y sin que yo le respondiera nada se largó a explicarme por qué. Me habló del proceso de remodelación y de los horarios para cada día y de verano e invierno, y de con quién debería hablar si es que necesitaba ver el castillo, dónde podía encontrar la oficina de turismo y al secretario patrimonial, qué debía decirles y sobre todo que no debía decirles, porque ya sabe usted “lo delicada que es la gente.”

—Muchas gracias caballero —le dije—, pero alguien me llama, debo partir.
Entonces no quedaba otra opción que abrirse paso entre la multitud, para llegar a la otra esquina. Mientras caminaba y repetía “disculpe”, como un mamífero repite su único bramido, pensaba en si había alguna posibilidad de que alguien me conociera en este lugar. Nadie sabía que me encontraba en Astorga, salvo quizás mi hermano y a través de él (aquí de nuevo) mi madre. Podría ser simplemente algo circunstancial, que habían visto algo en mí y querían hacérmelo saber. Aquí en los pueblos chicos la gente suele ser más amigable. O menos inhibida, para ser más exacto. Recordé a los dueños del hostal y a una chica que trabajaba ahí que tenía el pelo rubio, si mi memoria no me engañaba; quizás me querían avisar algo, quizás había pasado algo en Chile. Otro terremoto más, lo que no era tan improbable.

La voz del joven poeta lugareño, que sonaba como arando sobre un campo de inseguridades, se colaba por entre los estrechos pasajes, convirtiendo a la prosa del esculpido en un zumbido áspero que hizo volar a un par de palomas y despertó a un gato blanco que se paseaba con cara de no entender nada. Pasé por uno de esos segundos de cuestionamiento, de preguntarme qué estoy haciendo aquí, tan lejos de todo. Me fue imposible recordar con seguridad mis paradas anteriores, o siquiera encontrar alguna explicación de por qué había decidido, en primer lugar, hacer este viaje sin rumbo, además de sin dinero. ¿De quién serían esos vagos recuerdos, esas imágenes incompletas de España, si es que en realidad no fueran míos? A pesar de ello, no me sentí ahogado por el peso de aquella incertidumbre sino al contrario, me llenaba de energía.

De pronto: la perspectiva y el juego de las líneas rectas nos otorgan la posibilidad de una fotografía. Desde el pequeño puente sobre el canal hacia la excelentísima multitud, el sol tras la última torre del castillo, el montón de sábanas en un primer plano... pero era demasiado. Muchos elementos hacen perder el peso y además, algo me decía que debía apurarme. Subiendo una escalera que bordeaba una loma, y caminando frente a lo que me pareció un conventillo, pensé que se podía tratar de Helena, a la que había conocido en Lugones, porque tenía el mismo pelo y esa forma tan enérgica de moverse. Pero qué podría estar haciendo ella aquí, si me dijo que se iba para Francia. Y también pensé en Susana, o quizás se llamaba Laura, no lo recuerdo, porque algo dijo que su familia vivía por el sur de España, y también tenía el pelo castaño, pero era más baja, y sería raro que se acordara de mí, sólo estuve con ella unos minutos en la misma mesa. Pero ¿quién más podría ser?, el malentendido se me hizo de pronto la opción más lógica. Bajé un poco el ritmo y dudé, como de si poner mi cartera o no en el asiento de al lado, pero qué más da, a lo más llega alguien, a lo más me dicen que se equivocaron de persona.

A pesar de que llegué por la otra esquina, la mujer me miró a penas dí la vuelta. Desde esa distancia pude distinguir que sonreía y que definitivamente no era ni Helena ni Susana o Laura sino una mujer mayor, de al menos treinta y cinco años, a quién nunca había visto antes. Intenté caminar con soltura, pero no pude evitar bajar mi mirada. Cuando estuvimos a pocos metros me gritó “¡eh!, ¡ven!”, como para confirmarme con palabras lo que hasta entonces sólo me había dicho en gestos. Me ubiqué justo debajo de su ventana, lo que a ella le causó algo de gracia. “Entra, pues, que si no todo el mundo nos va a escuchar.” Pero quién nos va a escuchar desde aquí con toda esta bulla y este eco, pensé yo.

—Es el número treinta y dos —me dijo, indicándome con su brazo el arco de entrada.
Sobre la pileta del patio interior un pequeño ángel miraba a los cielos, con sus manos estiradas y manteniendo su boca abierta, aún cuando era evidente que por él hacía años que no pasaba ni una sola gota de agua. La puerta de entrada estaba adornada con una pequeña imagen religiosa, que el sol había desteñido casi por completo.
Al ver su figura a contraluz en el umbral de la puerta, y su sobrio vestido blanco, no pude sino pensar en el hollywood de algunas décadas atrás. La distancia no me había engañado con respecto a su belleza pero sí sobre el color de su pelo; no era rubio sino rojizo. Y me pareció que todo lo demás estaba en blanco y negro, y que después de calar el cigarro una o dos veces, mirándome a los ojos, me diría alguna frase de oro en un perfecto inglés.

—Me has divertido tanto. Cuando vi que querías entrar al castillo, y después al darte esa enorme vuelta para llegar aquí.

Pensé en comentarle sobre los pueblos de Europa y los azares de la guerras y el capricho, pero me quedé mudo; el zaguán era estrecho, oscuro, y daba a una escalera de espiral. Ella pasaba la palma de su mano por el pasamanos, que había sido cuidadosamente tallado como las escamas de una serpiente. Al final estaba su cabeza; una cobra que mostraba sus colmillos.

—Mi nombre es Lilit —me dijo cuando nos detuvimos frente a su departamento. Me saludó de beso en la mejilla y por un momento se quedó mirándome a los ojos.

—Bueno, no es necesario que me digas el tuyo.

Contesté con algunas palabras incoherentes, entre risas y resoplidos, y luego me sentí estúpido.

El departamento estaba prácticamente vacío. Sólo habían dos sillas de estilo francés y un pequeño escritorio ubicado sobre una gruesa alfombra persa en mitad de la sala. No puedo decir nada sobre las otras habitaciones más que se mantenían cerradas, y en la cocina, de estilo americano, logré identificar nada más que una tetera y una fuente con manzanas. Se colaba por la ventana la voz del ilustre joven poeta astorgano que seguía leyendo el cuento, pero no podía distinguir una sola palabra; el interior de mudanza, aquí real, ayudaba a la confusión de las voces.

El hombre de lentes oscuros se mantuvo en el balcón. De reojo observé una ola de vino tinto girando dentro de su copa ante el imperceptible movimiento de su mano derecha. Consideré por un instante la posibilidad de que todo se tratara de un sueño, pero algo en el pálido reflejo del sol en el sucio vidrio de la ventana me convenció de lo contrario.

Lilit me ofreció un café, que rechacé, pidiéndole en cambio un vaso de agua. Mientras estaba en la cocina me acerqué al pequeño escritorio. Habían cuatro libros boca abajo, marcados en varios lugares, a los que ahora puedo observar mientras escribo: Carlyle, Stern, Pálido Fuego de Nabokov, una edición de Moby Dick ilustrada por Kent.

—¿Lees? —me dijo Lilit, que había caminado hasta mi lado sin que lo notara.

—Menos de lo que quisiera —respondí, con modestia.

En ese momento pensé en preguntarle por qué me había llamado pero, diremos de nuevo que oportunamente, afuera comenzó a sonar una música que nos hizo, por instinto, taparnos las orejas. Nos miramos con la misma cara del gato blanco y salimos al balcón. El viejo de lentes cambió de mano su copa y me saludó diciéndome nada más que su nombre, “Samuel.” Era que había comenzado el baile de los niños. Un rápido arreglo de guitarras y violines era seguido por tres rondas concéntricas. En el medio estaba el niño de negro, que ya no se mostraba tímido, sino al contrario. El pequeño de suspensores y boina ahora sonreía, con su cara entera roja; su padre se veía cansado. La música no nos permitía conversar por lo que nos quedamos mirando el baile. Los excelentísimos de vez en cuando aplaudían; el puñado de ilustrísimos miraban con fingido interéz, aunque puede que esto lo recuerde con algo de rencor.

—¿Y tú qué haces? —me preguntó Lilit, en el silencio entre dos canciones.

—Viajo —le respondí, secamente.

—Mira, nosotros también —dijo Samuel, sin mirarnos y con algo de ironía.

El segundo baile era más sofisticado. El niño de negro simulaba ser un demonio que perseguía a las niñas vestidas de blanco. Corría dibujando ochos, tréboles, de tres y cuatro hojas, mientras ellas se lanzaban hacia atrás y se escondían detrás de los otros chicos del grupo. Yo no sé qué edad habrán tenido pero se veía impresionante; detrás de todo eso tiene que haber habido un buen profesor, con una enorme paciencia. Al terminar, el niño atrapa a una mujer, la lleva al centro, la tumba y se ríe a los cielos, mientras de su bolsa saca serpentinas y las lanza al aire.

Aplaudimos, junto con el resto de la multitud. Después del eco sobrevino el silencio.

—Yo tuve una vez un gato al que le puse Ulises —dijo el viejo de pronto—. El muy carajo salió un día y no volvió más.

Me quedé inmóvil, sin saber si reírme o no.

—Te cuento por eso de los viajes —me dijo, mirándome por primera vez—. ¿Tú no te das cuenta, acaso? De lo determinante que son los nombres. Y qué si ese día decidía ponerle Dédalo, como quería mi mujer, ¿moría tirándose desde el séptimo piso? Ya lo creo. Ulises fue un hermoso gato negro. Ahora tengo uno rayado, gris y blanco, y no le he puesto nombre. Sospecho que es inmortal.

Mi reacción fue mirar a Lilit. Ella lo escuchó con atención, y luego le dijo que se tranquilizara, que quizás había bebido demasiado. Era cierto que ambos se veían cansados. Por discreción, los dejé solos en el balcón y fui en busca de mi vaso de agua. No tenía idea dónde estaba y quienes eran ellos, pero no sentía miedo.

Después de unos minutos el viejo se entró.

—Buen día —me dijo, con un simple ademán. Le respondí que había sido un gusto conocerlo. Lilit luego me llamó al balcón. Ya era medio día y la gente se veía más impaciente. Al escenario comenzaban a subir instrumentos musicales, mientras un acalorado hombre de chaqueta leía un discurso, sin que nadie pudiera distinguir nada de su monótona voz en ésa bóveda reverberante. El próximo sería el último acto.
—¿Y has leído algo de él? —me preguntó Lilit, mirando hacia el esculpido.

—No, nunca —le respondí, sin querer admitir que no tenía idea quién era. Ella sonrió, y al ver que su cigarro se había terminado, tiró la colilla a la calle.

—Estás perdido, y sin embargo te mueves con tanta naturalidad.

Se divirtió bastante conmigo. Yo comenzaba a relajarme, si tan solo por su sonrisa coqueta y su rostro, de una sensualidad inatrapable. Los instrumentos chillaban y se escurrían buscando sus tonos. Comenzó a lo lejos a ladrar un perro y pronto lo siguieron otros, como protestando por este domingo tan bullicioso. Allí abajo estaba la mujer de pelo blanco con el mismo rostro estricto, ya menos erguida, más cansada, cediendo a su joroba. Se había decidido al fin por ignorarlo todo y miraba al infinito, que para ella quedaba por ahí entre los adoquines y las maderas del improvisado escenario. Había llegado más gente aún; el policía se veía nervioso o al menos quería parecerlo, como por el deber de su trabajo.

—¿Qué sucede? —me preguntó Lilit, acercando su rostro a mí, viéndome tan ensimismado.

—Me pregunto, ¿por qué me has invitado aquí? ¿Quién eres?

—Soy Lilit; tú eres el que no me ha dicho su nombre —me dijo, con algo de humor, y luego bajó la voz—. Es una mañana extraordinaria. ¿No lo crees? Días así, paisajes como estos, me recuerdan a mi juventud. Más allá del muro y de esas casas puedes reconocer la campiña, ¿la vez? Al contrario de lo que se dice no hay mucha diferencia entre esas tierras y de donde yo vengo... creo que es sólo el efecto del tiempo. Se me hace difícil acostumbrarme, ya sabes tú que el hombre es el animal de hábitos. Y mira este pueblo, ¿por qué hacer todos los tejados del mismo color? ¿De dónde esas torres de castillo tan decoradas? ¿Por qué ese espacio tan determinado, y la estatua en ese preciso lugar? Yo no logro comprenderlo, y no creas que no me maravilla. Lo digno de observar es éste movimiento de lo que nunca acaba de ordenarse. Pende y luego cae, luego otra vez encuentra apoyo; tú ya lo sabes, pero no creo que ahora puedas recordarlo. Yo también he caído a este departamento, ésta misma mañana. Conseguí esos libros para ti, y esta máquina de escribir. Supongo que prefieres un ordenador pero dale una oportunidad, a veces las dificultades de los medios ayudan al resultado. Sabes que no te responderé nada, ya lo sabes, y envidio a veces tu indiferencia. No todos son iguales; bastante parecidos, pero tan sólo basta la más mínima diferencia. Nosotros ahora nos vamos; ya algo ha sucedido, y se han dicho las palabras que muchos habrán estado esperando.

Encontré impertinente hablar en ese momento. Vuelvo a pensar en ello y aún no acabo por comprenderlo; no se cuánto tiempo tenga para pensarlo. Me quedé en el balcón mientras veía que arreglaban algunas cosas y salían, cerrando la puerta con cuidado. El sonido de sus pisadas sobre la loza dibujaron en mi cabeza una doble espiral descendiente. Desde el balcón me quedé viendo a la multitud. Reunidos todos frente a aquella figura humana cubierta sin mayor cuidado por una serie de mantas y cuerdas. Isabel había tomado su cartera y la sostenía en su regazo. El sol estaba implacable, aunque al menos corría una leve brisa. Al lado de Isabel se había sentado un joven que me pareció familiar. Un hombre viejo, con sombrero, era el único que lloraba entre la multitud. Sonaban ahora los violines y un piano aletargado.

Por algo nuevo que soy, y que comienzo a sentir con más fuerza a medida que pasan los minutos, me vi entre las sábanas de mi cama, despertando mientras iba entrando el sol por mi ventana, sin nada más que hacer que vagar entre el sueño y la vigilia, un día cualquier de mi infancia.

—Tiempos aquellos —me permití decir en voz alta.

“Junto al réquiem de Mozart, arreglado especialmente para esta ocasión por el finísimo maestro español Emilio Iturra, es que nos disponemos ahora a revelar el ínfimo símbolo de gratitud y admiración que dedica nuestro pueblo a su más amado hombre de letras. El ilustre señor alcalde Emilio Zibens, acompañado por el ministro de cultura del país, don Sebastían Aguirre, tendrá el honor de descubrir la espectacular obra de Marimo Amaya, para la contemplación de los aquí reunidos y de todo curioso peatón que cruce desde hoy por esta esquina... Señor alcalde, por favor.”

Antes de salir de entre las sábanas Isabel me descubrió en el balcón. Dejó al fin su postura indiferente; miró nerviosa al joven que estaba a su lado, pero no recibió respuesta. En su arrugado rostro fui capaz de distinguir la intensidad del asombro que sólo he visto en niños. Supongo que se lo habrá negado, prefiriendo explicárselo como un síntoma de su acelerada vejez. Comprendí entonces quién era pero aún no pude reconocerla; pues claro, yo no era el último en olvidarla. Cuando fue descubierta la escultura sentí terror, pero de inmediato sobrevino la paz, y luego el placer del entendimiento. Marimo Amaya es en efecto un talentoso escultor; tuve la certeza irrefutable de que la escultura retrataba a mi persona, de que el escritor era yo.

2 comentarios:

  1. Voy a tener que leerlo de nuevo. A nivel descriptivo está muy bien!. La raja que sigas escribiendo.

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  2. Buena Nico, interesante el cuento y borgeano el final. No lo entendí del todo, no sé si porque no lo leí bien o el final no es concluyente.

    Creo que va de menos a más. La primera parte se hace un poco lenta, podrías aplicar una poda.

    Hay descripciones que no convencen del todo (como la del "aire nostálgico" del personaje). Está de más, la descripción misma debe despertar nostalgia.

    Están muy buenos los diálogos. Me gustó sobre todo el del viejo y sus gatos.

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