viernes, 5 de agosto de 2011

Cuento: La Novela de Rivas

Chatistas mágicos todos, les presento aquí un cuento que, como podrán ver, lo escribí recordando nuestro viaje al norte. Me costó bastante, tanto en estilo como estructura; ahí ustedes me comentarán qué resultó, yo ya lo leí tantas veces que no se qué pensar. ¡Todo comentario es bien recibido!, mientras más honesto mejor. Es medio largo, así que si alguien lo quiere imprimir, aquí hay una versión más adecuada.

Un abrazo chamágico.



La novela de Rivas

No nos fuimos en una Combi; andábamos en un Toyota del noventa y dos. Ahí nos tuvimos que arreglar para meter todas las cosas, la comida dentro de las ollas dentro de las mochilas dentro de las maletas; lo de viajar ligero suena mejor, nos hace ver más despreocupados, más libres, pero la realidad no fue tan romántica. O quizás tuvo un romanticismo menos evidente. Qué típico la Combi, ¿cómo no se le ocurrió otra cosa?, si nosotros mismos nos reímos de la idea por evidente. Y pequeños detalles como esos hay miles, durante toda la novela. No me preocupan, está bien, entiendo que la historia debe ser entretenida. O por lo menos leíble. Lo que me entristece, a la vez que me llena de rabia e impotencia, es el final, el choque; ahí Rivas fue un carajo. Por una remota posibilidad de tranquilidad de conciencia nos traicionó a los vivos e ignoró a los muertos, por no decir a los matados.

Aclaro de una vez: Mariana es en realidad Mariana Correa y el Bocha Juan Pablo del Sante, con quién aún nos vemos de vez en cuando. Está igual. Supongo que se sabrá que Rivas en la novela es Carter, el narrador; yo soy Manuel Girado, mi nombre verdadero es Ignacio Terrence y como verán, no estoy muerto.

No quisiera que el fatídico final me impidiera recordar los buenos momentos. Fueron tiempos felices, supongo que los más de nuestras vidas. Esas borracheras descontroladas como las del primer capítulo, donde se relata el supuesto origen del viaje, se daban a menudo, eran cosa de todos los meses. La que describe Rivas fue la celebración del triunfo de nuestro equipo de fútbol de domingos por la mañana, si la memoria no me engaña. Con Juan Pablo y otros amigos formábamos Caravana F.C., ese día habíamos ganado el campeonato de cobre de la liga El Monte y por primera y última vez nos sentíamos campeones. La celebración sería en la casa del Juan Pablo, hasta ahí nos fuimos todos juntos. El Rivas llegaba presentándose como el único hincha del equipo; era amigo de varios y no se iba a perder la fiesta. Y bueno, esos eran tiempos de tequila, sale la guitarra, alguien se preocupa de la parrilla de salchichas, mucho alcohol, risas, uno que otro accidente, y somos campeones, eternos campeones, somos campeones, la la la.

Esos eran los días intensos, los rituales. La rutina de nuestra amistad se daba en las tardes de días de semana, cuando nos juntábamos en el departamento del Rivas y salíamos al balcón a fumar y conversar. Era una bonita vista, a la altura de los plátanos orientales, pero con un ruido insoportable. Ahí fue donde realmente nació el viaje, lo recuerdo perfecto. Sobre un par de cigarros y cervezas en el balcón del departamento del Rivas, un día horrible, en pleno invierno. Creo que Juan Pablo venía en camino. Nos pusimos a conversar sobre qué íbamos a hacer en las vacaciones, supongo que soñando con el sol y la playa, con estar lejos de la universidad. Le dije si no sería buena idea que nos fuéramos todos al norte, por las playas, unas semanitas, en febrero, con todos los cabros. Él me dijo que sí, de esa forma tan parecida a decir que no que tiene Rivas, y creo que no volvimos a hablar de ello hasta meses después. Y habrá pasado una micro o quizás justo se prendieron las luces de la calle, a mí puede que se me haya acabado el cigarro pero no hubo más solemnidad que eso, no hicimos ningún juramento poético ni sellamos nuestras palabras sobre una botella de tequila. Las cosas empiezan así, medio escondidas.

Con Mariana hablamos unas semanas después, y también invitamos a otros dos amigos, a los que no se menciona en la novela, pero ellos terminaron yendo a Colombia. Todo lo demás se hizo un día antes de partir, cuando decidimos dónde nos quedaríamos la primera noche. La historia de la Combi, que de paso digo que me parece la mejor parte del libro, es por supuesto inventada; Juan Pablo nada más tiró la idea de arrendar una y los demás nos reímos, porque parecía como la perfecta película gringa de los setenta, y lo considerámos tan kitsch, tan obvio, que llegamos a pensarlo en serio, pero averiguando nos dimos cuenta que era muy caro, y alguien dijo que además podría ser demasiado sospechoso; ahí sí que nos paran los pacos en cada pueblo. Y como les dije, lo llevamos todo, quizás por pura flojera de organizarnos bien; yo viajé quinientos kilómetros con una sartén y una radio a pilas en los muslos. La historia para mí comienza aquí, cuando tomamos la norte-sur y salieron los primeros porros. Desde ese instante que no recuerdo ningún momento de absoluta lucidez; “en silencio pero con seguridad entramos todos a aquella húmeda cabaña en medio de las praderas de nuestra consciencia, donde nos echamos entre algunos cojines y dos alfombras persas y prendimos algunas velas. No nos demoramos en llenar la habitación de humo, en maravillarnos del tejido, de la lana, del botón gris, de los cordones del propio zapato y de las llamas de las velas cuando vuelven y se van y se doblan y se estiran y casi mueren.”

La prosa del Rivas me da nostalgia, conserva algo juvenil. Me convence esa imagen de la habitación. Pienso en una media agua frente al mar, techo de zinc, cortinas de lana. Los cuatro metidos ahí mientras el sol afuera sigue su caminata, mientras pasa el paisaje.

“[...] y en eso el Bocha dice que se aburrió de ésa música tan melancólica y puso el Revolver, y cantando So we sailed on to the sun, fuimos dejando atrás las parras y las acequias y los riachuelos para ya adentrarnos entre las rocas, que entonces me parecieron que eran gigantes, titánicas bestias de otros tiempos, no sabría decir si guardianes del desierto o desterrados, emigrantes.” Recuerdo que Juan Pablo habló bastante de las rocas, no de esa forma, con más humor, más distendido, pero mucho de eso tomó Rivas. “Mirá a ese chorro rendido papá, pidiendo el cambio,” decía, hablando como argentino, apuntando a una roca que parecía un torso echado, “sáquenme de aquí papá, para allá no idiota, ¡para allá no!” Mariana se reía, le causaba mucha gracias Juan Pablo, trataba de imitarlo y le seguía los juegos, hablaban en su propio idioma. Se miraban por el retrovisor, Mariana le tiraba un beso y él respondía sacándole la lengua; yo entendía que entre ellos estaba todo claro, aunque me imagino que para Juan Pablo era distinto, algo habrá esperado, pero no sé, creo que lo digo nada más porque así lo sentiría yo.

Ahora puedo entender aquella presencia tan lejana del Rivas. Ya en ese primer viaje en auto estaba ido. Él se mantenía mirando el paisaje, escuchando atento y de vez en cuando haciendo algún comentario. Habrá estado pensando en su novela. Dándole una vuelta de profundidad a lo que para nosotros no eran más que chistes, que sabíamos decían algo más pero ahí está el humor, ¿no?, en lo que dejamos implícito. Pero Rivas ya estaba registrando, redactando algunas frases, pensando en la estructura. Escribiendo todo el tiempo, el muy condenado.

Supongo que a los fanáticos (si es que los hay) les gustaría enterarse de los detalles; de las canciones que escuchábamos, de lo que dijo y no dijo el Bocha, de los lugares donde estuvimos y de qué fue lo que me dijo Mariana esa noche cuando salimos juntos; pero para mí eso no tiene mayor importancia. Seguro que podría escribir otra novela muy distinta sobre el mismo viaje, pero bueno, yo no soy escritor. Me gustaría más que nada centrarme en los últimos días. Lo que sucedió antes me cuesta recordarlo con claridad, al comienzo pasamos un par de días en Punta Choros y después partimos a Bahía Inglesa. De ahí efectivamente nos fuimos al interior, al parque Tres Cruces, donde nos matamos de frío hasta que decidimos escapar a Diego de Almagro, tan o quizás más desolado y pobre que como se describe en la novela. Y antes de llegar a Pan de Azucar pasamos una tarde en El Salvador. Una tarde gloriosa que supongo Rivas no describe porque nunca jugó a la pelota, pero creo que ese fue el mejor día para Juan Pablo. Habló con los guardias para que lo dejaran entrar al estadio (sospecho que los sobornó, algo dejó entrever), y ahí se saco unas fotos en la cancha, y después se puso a cantar y a saltar, eufórico, haciendo rebotar su voz por todo el estadio, “¡vamos vamos leones!”, hasta que se me hizo inevitable unirme, y después hasta llegó Mariana, que le puso toda la garra con los saltos y cuando gritaba en las partes que se sabía las letras. Juan Pablo estaba rojo, quedó ronco. Lo recuerdo porque el Rivas había subido a las galerías y de ahí nos sacó una foto, que todavía conservo.

Tengo otras fotos en los salares, posando como grupo musical; en un bar de mala muerte, al rededor de unas cervezas, con Mariana sacando la lengua; Rivas leyendo sobre unas rocas en alguna playa, esa la habrá tomado Mariana. Hasta ahí era un viaje feliz. La novela hasta entonces parece que no fuera a ningún lugar, como si se tratara de una simple bitácora de viaje. Pero en Pan de Azucar cambió todo. Ahí comenzó el arrastre, ese descenso casi imperceptible que Rivas de alguna forma logra atrapar. Él decidió reflejarlo en mí. Quiero decir, en Carter, el personaje que sucumbe. Yo no estuve así tan bajoneado, tan misterioso, desde esa tarde en El Salvador. Yo sólo soy de aquellas personas a las que les afecta mucho la falta de sueño. Me sucede que si no duermo lo suficiente me voy poniendo introvertido, quizás algo más mal genio, pero de ninguna manera deprimido. Entiendo que se escriba todo eso para preparar la eventual muerte de Carter; un juego de tiempos, influencias en el presente de un destino que no se conoce. “No, no me pasa nada, sólo estoy cansado,” repite Carter varias veces; ahí Rivas me cita, quizás por única vez, de manera literal. La voz apagada y las caminatas solitarias por la playa son fantasías, exageraciones.

Es cierto que quizás algo influyera Mariana, de la cuál nunca estuve enamorado pero claro su belleza era innegable, en eso Rivas no exagera. Y nos llevábamos bien, nos reíamos harto, y toda la situación del viaje y la playa y las noches a la intemperie me llevaba a pensar que algo tenía que pasar entre nosotros, pero no pasaba y no pasaría nada. Eso supongo me afectaba, algo como una angustia o el espejismo de una angustia, una intranquilidad de sentirse parte de la perfecta historia de amor, en el escenario y con el guión en la mano pero no creyendo nada, demasiado repetido, muy predecible.

El paisaje era hermoso, eso ayudaba al silencio. O al menos era una buena excusa. Cuando entramos a Pan de Azucar, comparto que “la visión de aquella inmensa playa desolada comenzó por aislarnos, como si la nada y la vastedad que nos envolvía se trata de una armadura, una antiparra, y también un bastón.” Yo sentí un silencio que llamaba a más silencio, como en las bibliotecas. Hay que recordar que llevábamos dos semanas juntos, y la música ya era la misma de siempre y no quedaba ya de qué conversar, sino caer sin resistirse a los mismos pozos de rizas; era lo más fácil, no había ánimo para hacer algo nuevo.

Instalamos las carpas en el sitio treinta y dos. No había nadie más, salvo en el otro extremo un grupo de tres mujeres a las que Juan Pablo y Rivas decidieron ir a saludar, después de armarse de valor. Yo me quedé enseñándole a Mariana a dominar la pelota, lo hacía un par de veces mientras ella me miraba atenta y después ella lo intentaba. “No dobles el tobillo,” le decía. “La rodilla, no el tobillo.” “Más suave.” Ella no me dijo nada hasta que se cansó y se fue a prender un cigarro, calentó agua y puso música.

Mariana de pronto se empezó a reír, exagerando un poco para que la escucharan a lo lejos Juan Pablo y Rivas, que venían de vuelta, fumándose un cigarro, cabizbajos. Cuando Juan Pablo llegó a escucharla nos miró a los dos y gritó “¡ah bueno!”

En la tarde nos dedicamos a armar las carpas, a descansar un poco. Durante el viaje leí, o intente leer, El ruido y la furia, un libro que entendí poco y que creo no terminé. Rivas tenía como dos o tres libros de poesía, pero no me acuerdo cuáles, eran autores que no conozco. Juan Pablo no sé a dónde andaba pero sí estoy seguro de que no estaba escribiendo, como se dice en la novela. No creo que haya escrito una sola palabra durante todo el viaje. En realidad se habló poco de literatura, esas discusiones sobre autores y libros no son más que delirios del Rivas, supongo que cosas que una novela en estos tiempos no puede dejar de tener.

Efectivamente en la mañana del otro día nos dedicamos a escribir en la arena el “manifiesto de nuestra soledad,” como se dice en la novela. Un nombre horrible. Para nosotros fueron simplemente frases que se nos venían a la cabeza. Y no fue con un cuchillo (otra imagen horrible) sino que usamos un palo que encontramos ahí, con la punta carbonizada, sobreviviente de alguna fogata. Estuvimos en eso varias horas, estaban todos al borde de las olas menos el que escribía, y las recitábamos en voz alta y después se entregaba el palo al que quisera seguir. “Paguemos nuestro suicidio en cuotas,” escribió el Rivas. “Preocupada más por el todo que por todo,” dibujó Mariana. De más no me acuerdo. Nos mirábamos serios, por ahí se nos escapaba una sonrisa, y nada más; recuerdo bien esos perfiles a contraluz. No lo volvimos a comentar, se acabó cuando alguien dijo que tenía hambre.

Los días ahí fueron ideales, estuvo siempre despejado. La playa es hermosa, la delimitan dos roqueríos inmensos, donde revientan olas enormes. El sol se ponía tras el islote, justo tras la cumbre, donde además había un árbol, lo que nos causaba gracia, todo tan perfecto. Esa noche hicimos un asado de cerdo y luego nos emborrachamos. El Juan Pablo sacó la guitarra; pensamos en hacer una fogata pero no encontramos leña. Cantábamos, y nos dio por seguir a los aviones que se veían entre las estrellas, desde que los encontrábamos hasta que ya no se veían más. Ya tarde Rivas se fue a mear a una virgen que había en medio de la playa, por eso las cosas se pusieron tensas con Mariana, que no era cristiana pero era respetuosa, como dijo ella. Él se reía nada más, decía que por qué va a tener que respetar a los cristianos si ellos se han dedicado a faltarle el respeto a toda la humanidad por miles de años, un argumento que pensado bien es una idiotez, pero que bajo dos botellas de pisco y a las dos de la mañana en medio de la playa sonaba convincente; yo lo defendí. Al final su risa nos terminó por picar a todos, eso fue lo que pasó esa noche y no hubo máquina de escribir (nunca hubo máquina de escribir) ni discurso de Rivas, aunque la pelea de Juan Pablo y Mariana fue bastante parecida, por otros motivos, sí, pero se terminaron diciendo las mismas cosas.

El capítulo del monte y de la caleta de los tres pescadores y de aquél islote con el manzano en su cúspide, mezcla de griegos y de la biblia y de chilenismo, cuando se habla de los sueños y se intenta buscar una sola palabra que atrape lo que es el desierto, donde no aparece ninguno de nosotros, efectivamente, como ha confirmado Rivas, fue el día en que nos drogamos. Él lo habrá escrito en esos términos porque cómo más, qué se podría decir de aquello, ahí todo puede ser verdad.

Caímos esa tarde sobre la arena y de ahí no nos sacó nadie. Yo me levanté nada más que para ir a buscar el saco y hacerme un mate y me quedé dormido escuchando a Rivas hablando de sus visiones y de cómo podrían servir de inspiración para miles de poemas, y luego habló de estos temas que repite en sus libros, sobre la multiplicidad de las realidades, de cómo en todo lugar es posible descubrir el universo entero, de la insignificancia de la muerte y también de la vida, de sus conceptos de dios; un extraño panteísmo. Creo que nadie lo escuchaba, Mariana le decía que “claro” y que “sí.”

Al igual que todos los días me despertó el calor. Esos días dormí en el auto, me acomodaba más que mi carpa. Los otros ya estaban bañándose en el mar.

La conversación con Rivas, o con Carter, si prefieren, efectivamente sucedió, aunque el diálogo de la novela es en parte inventado. Ahí también esa tangente a la realidad que me confunde, como si el libro estuviera escrito para nosotros; pensar eso me eriza la piel. Qué digo, estoy seguro que el libro lo escribió para él y nadie más. Estábamos los cuatro bañándonos en el mar, alejados, el Juan Pablo y Mariana más adentro. Yo me salí cuando me dio frío y Rivas después de un rato se me acercó, con una sonrisa, y me dijo “estamos todos locos.” Yo me reía, son cosas que dice el Rivas. Prendimos un pucho y caminamos a las rocas. Lo primero que recuerdo es estar hablando de las colegialas, no se cómo llegamos a eso, y yo le decía si no eran los dieciséis años la cúspide de la belleza femenina (Rivas me decía veintitrés); discutimos si esa belleza no se debía nada más que al uniforme, a la bendición de la falda y el jumper, y él algo estuvo de acuerdo, me dijo que tendía a pasar lo mismo con las secretarias, y con las azafatas, y qué será ese fetiche por los uniformes, de dónde vendrá, “y yo insistía en que era un afán de control,” dice Rivas en la novela, como si conversáramos sobre el estado y la policía, pero nada más alejado de eso, nosotros estábamos hablando de mujeres, y de la necesidad de algunos hombres de sentir que dominan, es decir de los machos, de los cromagnones de mazo y no de los de manos pintadas, esos otros que se dedicaron a mancharse con Magnesio o con Cobre y dejar estampas en las rocas; nos reímos, de ahí venimos nosotros, estuvimos de acuerdo, “somos de la raza de los artistas pero ya se escribió que el cielo es muy bello, ¿y ahora qué hacemos?” relata Rivas, simulando que hablábamos de poesía, nombrando autores y recitando versos, pero la verdad es que yo me sé un sólo verso y me creerán ustedes que es de Neruda, y supongo que Rivas se sabe algunos pero de todas maneras pocos, porque tiene pésima memoria, lo que quizás explica todo esto, porque no hablamos nunca de arte, estábamos en los cromagnones y las cuevas y pasamos a los monos y después le dije “mira si no somos todos tan simples,” eso sí lo dije, pero no en el contexto de la creación, yo estaba hablando de los monos, y sí, después de cosas más profundas, pero en ningún caso tan obviamente sentimentales como lo que propone Rivas; de cosas que se pueden decir sólo en una conversación, sobre las que estoy seguro que no se puede escribir.

Recuerdo a Rivas con esos ojos cristalinos, y esos gestos idos, esas pausas misteriosas en mitad de una conversación, que ahora puedo comprender, ahora sé en qué estaba el condenado, escribiendo, guardándose las mejores ideas y a nosotros dándonos los restos, unas migajas de palabras como para que sólo siguiéramos picando el suelo, hablando sobre cualquier cosa e inspirándolo, ayudando a su imaginación que, dicho sea de paso, por sí sola parece ser bastante deficiente.

Si era sólo cansancio lo que nos envolvía, entonces era un cansancio espeso, que crecía como un pan dentro del horno, como se esparce el musgo en las rocas sin que lo notemos. El resto de esa tarde la pasamos en silencio; de vez en cuando yo buscaba alguna mirada, y de todos vi nada más que una sonrisa, sin saber qué o cuántas complicidades escondíamos ya o a qué lugar habíamos llegado, qué le había pasado a nuestra media agua, quizás hacía frío, o ya todos nos habíamos quedado dormidos. Juan Pablo tomó el auto cuando comenzaba a oscurecer y volvió dos horas después con gran cantidad de alcohol. “Para que se nos quite la pena”, nos repitió varias veces. Tomamos hasta que quemamos cada una de las capas de nuestro silencio y nos pusimos a conversar, pero nada más que del viaje, que mañana nos tocaba irnos de aquí, y que sería bueno despertarnos temprano.

Sí, “salimos de la playa con la certeza de que algo iba a ocurrir. Era la luz anaranjada, el centavo de cobre fatigando a las rocas, esas horas cuando una vieja que camina con un canasto lleno de verduras nos recuerda a todo el pueblo chileno y nos hace pensar en la vejez y la muerte, y todos los autos nos parecen Camaros y dos niños jugando son todos los niños que han jugado en la historia y también el resumen de nuestra infancia, donde llegamos a creer que se esconde la explicación de nuestras vidas; aquello de la luz que se va yendo, y algún hondo instinto que teme por su regreso; quizás no vuelva, quizás no vuelva.” Y yo agregaría el silencio, con el mar y su ritmo, y los sonidos tan obvios de la taza que se lava, de la puerta del auto que se abre, de la arena en las carpas, de la maleta que se cierra y el auto que se enciende.

Prendí un cigarro, y el Juan Pablo abrió una lata de cerveza. Cada uno tarareaba el fragmento de canción que se le había quedado de ayer. Tenía mi cuaderno rojo en el regazo, que ahora tenía en la portada la marca de una lata de cerveza; todavía tengo ese cuaderno, guardado en algún lugar, creo que nunca lo volví a abrir. Ese día dejé todo eso de la escritura porque entonces de qué más iba a escribir, algo que no entendió Rivas, de qué más se podría escribir entonces, a dónde más nos podría llevar el ejercicio de nuestra imaginación y nuestra memoria sino a esa mañana, y a ese dejar el sitio treinta y dos atrás, entre el polvo, y a ese silencio cómplice de todos que pedía a gritos un giro, el impacto de bala, una muerte.

Susana suspiró cuando entramos a la carretera. “Cómo pegó ese lugar”, dijo con una voz apagada. Todos asentimos.

Pensé que al fin escapábamos, de lo que sea. Pero en realidad íbamos de las brazas al fuego. Sucedió en cualquier lugar. En ese espacio de nadie entre la ciudad y el descampado, bajo un enorme cartel azul, Caldera 3, Bahía Inglesa 13, La Serena 253, Santiago 560. Las cuatro esquinas del cruce acumulaban arena y cajas de cartón y botellas de plástico, desde hacía quién sabe cuanto. Ahí se nos cruzó el famoso Hyunday rojo, “como uno espera que se cruce un conejo, quizás un pájaro, pero nunca una bestia de fierro de cinco toneladas.” Lo que intenta decir Rivas es cierto, cada uno entonces vivió su particular infierno y toda comparación es inútil. Pero las cosas fueron distintas: nosotros salvamos con vida, en el Hyundai murió la madre. Si tan sólo por una cuestión de ángulos y armazón. Describo sólo para complementar, quizás también como ejercicio personal. Cuando pienso en ello (creo que aún todos los días) sólo puedo evocar tres imágenes. La primera es el rostro de Juan Pablo enmarcado por el espejo retrovisor, yendo desde su sonrisa contagiosa a la rigidez de sus viejos gigantes de piedra, estirando sus pequeños ojos, doblando los labios de forma indescriptible, cruzando de la felicidad al terror como por una cuerda floja; la elasticidad de sus brazos de plástico protegiendo su cuerpo que entonces me pareció de paja, y sus ojos gritando “cagamos”, hasta que el espejo se hizo trizas junto con el parabrisas, y el manubrio salía disparado, y yo perdía la conciencia no sé si por un golpe con mi rodilla o el respaldo del asiento delantero, y ahí ya todo se confunde.

La segunda imagen no se si la soñé o algún juego de reflejos y perspectivas me la mostró, a Doña Miriam Lecaros y María Serrano en un sólo bulto ensangrentado, la madre cubriendo el cuerpo de su hija como el más puro testimonio de la vida, convencida de su muerte y con dudas sobre la supervivencia de su progenie; hay días en que veo en sus ojos algo de esperanza, un vestigio de comprensión, pero casi siempre encuentro nada más que el reflejo vacío de nuestro Toyota trizándose y nuestras ollas y la radio a pilas y ahí de nuevo el rostro desfigurado de Juan Pablo.

Lo último que recuerdo, cuando ya volví a mi plena consciencia, algo así como diez segundos más tarde aunque puede haber sido un minuto o quizás cinco minutos, es cuando Juan Pablo se dio cuenta de que Doña Miriam Lecaros estaba muerta, y con toda la entereza que nace cuando ya no queda nada, algo así como el sustento de la perdición, tomaba a María Serrano entre sus brazos y la llevaba lejos, se iba a meter ahí entre las cajas de cartón y las rocas para que no viera todo ese espectáculo de finitud, mientras le gritaba a Mariana que llamara, que llamara a alguien, a cualquiera, pero que se apurara.

Llegó la policía, nos detuvieron. Llegó la ambulancia, se llevó al único cuerpo inerte. Mariana tenía una rodilla fracturada y también se la llevaron. Juan Pablo estaba en estado de shock. Yo no se, de mí puedo decir poco.

En la novela sigue todo un desvarío surrealista que me dan una pena terrible; me costó leerlo. He sabido de interpretaciones que hablan de los límites de la literatura, como si el autor estuviera dando cuenta escrita de que no todo es escribible o relatable. Para mí no es más que Rivas luchando contra sí mismo, escribiendo desde el arrepentimiento y supongo que con algo de culpa de haberme matado a mí y ahogado a aquellas dos mujeres en el olvido; ya no se cree a sí mismo, no le queda otra que hacer de todo un sueño, nada más que prosa.

Cuando Juan Pablo me contó de qué se trataba la última novela de Rivas, lo primero que pensé fue cómo pudo tener el coraje para escribir sobre todo aquello. Me tomó bastante tiempo decidirme a leerla. Debí haber sospechado que no sería capás de relatar lo que realmente ocurrió; después de todo él era el que lloraba en mitad de la calle, el que gritaba incoherencias mientras yo trataba de calmarlo. He dicho que me siento traicionado; en mi contra se podría argumentar que la ficción no es nada más que eso: ficción. Me dirán que el pasado pasado está, que lo deje atrás. Pero Rivas utiliza nuestras memorias, que no creo imperturbables y tampoco inocentes. Le toma trescientas páginas reconstruir aquél cruce en mitad del desierto para volver a sentarse en el Toyota, pero ahora con la facultad de escritor de su propio destino. Y ha sabido mover aquí y allá pequeños detalles, manteniéndose lo suficientemente cerca del recuerdo como para confundirlo, pero elaborando otra historia en donde mi muerte se hace casi soportable, donde parece tener algo de sentido, al menos más que la de Doña Miriam Lecaros. Conocerá bien la fragilidad de la memoria, sabe que en lo profundo de nuestro registro no hay distinción entre los sueños y lo que leemos y lo que soñamos y lo que vivimos. La novela es un artefacto con la geometría precisa para ocultar sus regiones de pena y de culpa; una cirugía verbal.

Quisiera aclarar que no es mi intención encarar a Rivas y forzarlo a que recuerde; cada uno de nosotros ha debido encontrar sus propios métodos para sobreponerse a todo aquello. Mi intención no es más que rescatar del olvido; éste pequeño escrito acepta nuestra culpa, mí culpa, y preconiza al absurdo. Aquí se recuerda a Doña Mirian Lecaros, se la nombra y se acepta lo absurdo de la muerte de Doña Mirian Lecaros, y se recuerda el llanto desesperado de María Serrano en ese cruce cualquiera, bajo el cartel azul, a un lado de las botellas de plástico.

3 comentarios:

  1. Grande Rivas!! Produciendo como máquina. Lo leere con calma el fds y te mando mis comentarios.

    Que bueno que te hayai aparecido por acá, esperamos tus aportes más seguido jaja

    Suerte!!

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  2. Bueno lo leí, me gusto harto, pero a ratos se me hizo fragmentado. Me imagino que tiene que haber sido muy difícil escribirlo. A mi me cuesta escribir cosas más simples que este.

    Ahora en el plano más chaquetero: entre los 26 y 28 es la mejor edad.

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  3. Nick!! Yo lo leí el otro día, pero así como medio a la rápida, le tengo que echar una segunda leída con tiempo! Pero está bien bueno!! A ratos me perdí con los personajes, pero me entretuve, se me hizo rápido de leer y me entretuvo bastante, cuando lo lea con dedicación te opino bien, sigue escribiendo! Un abrazote.

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