martes, 19 de julio de 2011

Cuento: Roberto E.

El primer cuento publicado en el blog del chatismo, disponible para todos gracias al Lleto. Para leerlo hagan click en "seguir leyendo..."




Roberto E.

 Mucho tiempo después de lo ocurrido, Lucía se animó a escribir una carta a Roberto, su antiguo jefe. Prefirió este medio porque no tenía el valor de llamarle por teléfono y menos aún de viajar a Santiago y llegar hasta su casa. Sintió que el alma se le iba cuando partió escribiendo, con la misma caligrafía del liceo, Estimado Don Roberto. No sé si se acuerda de mí, soy Lucía Estévez, trabajé de secretaria en su curtiembre durante cinco años. Pero no, no podía ser. ¿Cómo no iba a acordarse de ella? No tenía ningún sentido. Tomó el papel y lo arrugó. Sacó otro y comenzó a escribir nuevamente: Estimado Don Roberto, espero que se encuentre bien junto a su familia. Supe que estuvo muy mal de salud hace un par de años, pero confío en que ya se encuentra mejor. Tomó una pausa y se puso a pensar: ¿quién habría de recibir esta carta? Sería la sirvienta, su mujer o alguna de sus hijas. Todas le atemorizaban. Volvió a leer las líneas que ya había escrito, lo que la hizo suspirar. ¿Quería realmente que Roberto se encontrara bien junto a su familia? Al menos si alguna de sus hijas leyera esta carta no sospecharía de ella, incluso podría enternecerse con que la antigua secretaria le escribiera a su padre. ¿Pero si seguía leyendo? ¿Si llegaba a las líneas que todavía no había escrito? Arrugó nuevamente el papel y se dirigió a la cocina para botarlo. Aprovechó y prendió la cocina, puso agua en la tetera y sacó la yerba del mueble que empezaba a humedecer. Llovía hace unos días en el sur. Se sentó en el banco de la cocina y esperó. Soy muy tonta- pensó.- Tonta y cobarde. Se preparó un mate mientras imaginaba cómo vestirían las señoritas en Madrid.

Cuando el antiguo portero de la fábrica le abrió el candado del portón y le dijo, cabizbajo, Aelante patroncito, Roberto no pudo evitar el recuerdo de su papá cuando era recibido de aquella forma por Domingo en la entrada del taller. Roberto Eguren padre había muerto hace un mes y su hijo heredó la curtiembre de la familia. Eso y nada más, pues el resto se fue en el pago de las deudas que había dejado. La fábrica también pudo correr con la misma suerte –como se lo había aconsejado el abogado de la familia- pero Roberto fue intransigente en eso. No dudó sobre la responsabilidad que cargaba, por lo que se hizo cargo de la administración de la empresa. Cursaba quinto año de ingeniería comercial, acababa de cumplir veinticinco años y llevaba el mismo nombre que su padre.
                  Una vez dentro del edificio, fue recibido por los obreros que lo estaban esperando.
-        Caballeros, buenos días –les dijo, intentando reconocer a alguno. Eran seis o siete hombres que vestían con camisas sucias y pantalones desteñidos. Reconoció a uno –a Juan- quien fue el mismo que, dando un dubitativo paso hacia delante, le respondió.
-        Buenos días, Don Roberto. Qué bueno que haya venío a visitarnos. Sabe usted, bueno, primero… primero quería decirle, en nombre de los que trabajamos aquí, quería decirle que lamentamos mucho la muerte de su padre…
-        Se lo agradezco –le respondió.
-        Él era un buen patrón con nosotros y estamos muy apenaos por too.
Juan era el más antiguo en la curtiembre. Tenía el pelo gris, verrugas en el cuello y las manos curtidas por el oficio. Roberto intentó recordar si era primo o cuñado del portero, aunque no estaba seguro si eso era cierto o sólo un invento suyo. Eso pensaba cuando Juan retomó la palabra.
-        Quería decirle que estamos contentos de que nos haya venío a  ver. ¿Sabe?, estos días hemos estao preocupaos por lo que vaya a pasarle a la fábrica…
-        La fábrica va a seguir igual, Juan – le respondió Roberto. El obrero, al escuchar que le llamaban por su nombre, se puso más nervioso de lo que ya estaba.
-        Bueno sí, es que nosotros pensábamos que…
-        Desde hoy me voy a hacer responsable de la administración de la curtiembre. Toda la vida de mi padre está en este edificio, en estos mesones, en los cueros con que ustedes trabajan. Mi vida de niño también se encuentra en estos pasillos y bodegas. Este lugar es especial para mí, e imagino que para ustedes también. Así que me haré cargo de éste; desde este minuto yo soy el dueño de la fábrica, y espero que, con trabajo y perseverancia, y con la ayuda de Dios, hagamos de ésta la principal manufacturera del país.
-        Nosotros también esperamos que too esté bien, patrón.
-        Me alegro que así sea. Ahora, pueden volver a sus tareas.
Pero los obreros no se movieron; el grupo se quedó mirando a Juan hasta que éste recuperó el valor y prosiguió.
-        Bueno, Don Roberto, lo otro que queríamos decirle es el tema de los sueldos… no sé si usted sabe o si le habrán dicho por ahí, pero se nos deben dos meses de pago.
-        ¿Dos meses, dices?
-        Sí, dos meses.
-        Bien, se les pagará durante la semana. ¿Algo más que quieran decirme?
-        No, patrón, no.
-        Bien, ¡a trabajar entonces!
Y los obreros volvieron a sus puestos.

Hacia el norte, por Vicuña Mackena hasta la esquina con Marín; cruzando el oscuro pasillo, detrás de la habitación 14, Lucía pensaba en su padre. Había empeorado en este tiempo y quería visitarlo a fin de mes. No debería tener problemas ya que acababan de terminar la contabilidad y el inventario. Roberto, en cambio, le acariciaba la rodilla mientras pensaba en el hijo que no había podido tener con Margarita lo que, de algún modo, era pensar en su padre y en él mismo a la vez. Pensaba en Roberto Eguren, más allá del tiempo que le haya tocado habitar a cada uno, y del tiempo que no alcanzaba a tocar el hijo que no existía. Y sólo pensar en que con él se acaba todo, lo llenaba de rabia e impotencia.
-        ¿Qué hora es? –le preguntó a ella, mirando las grises cortinas que los escondían.
-        Deja ver –le respondió, buscando su reloj.- Son las dos y cuarto.
Roberto tomó los cigarros que estaban en el velador y encendió uno. Les quedaban quince minutos para volver a la oficina.
-        Qué mes de mierda… menos mal ya terminó–dijo mientras aspiraba el humo.- Deberíamos cambiar el contador para el próximo año. Manolo Aguirre me recomendó a uno con el que trabajó en la papelera, podríamos juntarnos con él, a ver si agendas una reunión para dos semanas más. –Guardó silencio unos segundos sin esperar respuesta. Luego prosiguió.- Tenemos que mejorar mucho con los balances, voy a meter mano ahí. Es que este huevón de Juan Miguel…
-        ¿José Manuel?
-        Sí, sí, ese huevón. ¿Cuánto pagamos en impuestos este año? ¡Seguro podríamos haber pagado la mitad!
Lucía tomó un respiro. Él olvidó los impuestos y esperó a que ella hablara. Conocía bien esos suspiros.
-        Estaba pensando en viajar al sur a fin de mes –le dijo sin mirarlo.- Mi padre está enfermo, tiene cáncer. Me gustaría ir a visitarlo, si es que es posible.
-        ¿A fin de mes? Tendría que ver mi agenda. ¿Cuánto tiempo tienes pensado?
-        No sé, un par de días.
-        Veámoslo a la vuelta. A mí también me puede tocar viajar por esas fechas. Podríamos ir juntos, si quieres –le dijo sin despegar sus ojos del techo.
-        ¿A dónde?
-        A Madrid.
-        ¿A Madrid?
-        Sí, a Madrid –dijo más entusiasmado.- ¿Te acuerdas de esa carta que llegó el otro día, ésa de la feria de calzados de España?
-        Creo que sí.
-        Bueno, vamos juntos, ¿qué te parece?
Ella se quedó helada. Sólo esperaba que le diera permiso para sacar unos pasajes y partir hacia el sur. Sólo esperaba pasar un par de días con sus padres. ¿Un viaje a Madrid? ¿Qué le diría a su madre? ¿Y los trabajadores de la fábrica, qué iban a pensar? Todos iban a sospechar, sería un escándalo.
-        Es por una semana. Vamos y nos entretenemos un poco, tomamos algo de aire. No nos daremos ni cuenta y ya estaremos en Santiago nuevamente –dijo mientras seguía fumando.
-        No sé…
-        Imagínate, yo puedo ir a la feria en la mañana y tú te das una vuelta por el Corte Inglés y te compras algo. O si quieres vamos juntos a la feria, aunque para qué, seguro va a ser una lata. En la tarde salimos a recorrer juntos. ¿Conoces Madrid?
-        No, nunca he salido del país.
-        ¿Nunca has salido de Chile? Cuánto te has perdido. Madrid es una ciudad hermosa. La primera vez que fui tenía más o menos tu edad, ¡cuántos años! Asistí a unos talleres, después implementé algunos procesos en la curtiembre. Pero a quién le importa eso, ¿puedes llamar a la agencia de viajes cuando volvamos a la oficina? Aprovecha y reserva dos pasajes.
-        No sé… ¿Qué van a pensar en la fábrica? ¿Y su señora, que va a pensar doña Margarita?
-        ¿Que qué van a pensar? ¡Nada! ¿Qué más van a pensar? Los obreros seguirán trabajando como corresponde… ahí Juan los ordena, ya sabes cómo respetan al viejo.
-        ¿Y doña Margarita? –le preguntó inquieta.
-        No se dará ni cuenta que no estoy en casa. Ya te he dicho cómo es ella…
-        ¡Pero va a sospechar!
-        Te digo que no, mujer. Con suerte recuerda buscar a las niñitas al colegio. Aparte, no tiene por qué saber que nos vamos juntos. –Se giró y la miró a los ojos.- Te lo digo en serio, Lucía. Nadie va a sospechar. Nunca hemos hecho nada así. ¿Cuánto llevamos juntos?
-        Tres años.
-        ¿Viste? Tres años escondiéndonos en moteles. ¡Nos vamos a podrir así! Tan sólo piensa: los dos en Madrid, caminando juntos por la Plaza Mayor sin que nadie nos moleste, sin que nadie nos quede mirando o apuntando con el dedo. Lejos de todo esto. Incluso, podríamos pasar a París. ¡Nos quedamos diez días allá!
-        No lo sé, Roberto, sólo pensar que…
-        ¿Qué hora es? Ya deberíamos volver. Llama a la agencia cuando volvamos y reserva los pasajes. ¡Madrid, Lucía, Madrid!

Ya eran las siete. Afuera estaba oscuro y seguía lloviendo. Puso más agua al mate y recargó la tetera. Sacó un cuchillo y empezó a picar cebolla. Ya no habían lágrimas que botar. Aló, ¿Lucía? Hablas con Isabel Larraín. ¿Cómo te ha ido, niña? Oye, te llamo por lo siguiente: Roberto Eguren, el marido de la Margarita Ovalle, mi mejor amiga del colegio, está buscando una secretaria. Te cuento que ya te recomendé para el trabajo. Él es un amor, ¡aunque cómo trabaja ese hombre! Vas a tener que tener paciencia, pero te va a encantar el trabajo. ¿Qué te parece? ¿Cómo? ¿Qué vuelves al sur? ¡Pero niña, por Dios! ¿Qué vas a ir a hacer allá? ¡Si no hay nada! Ya viniste a Santiago, ya estudiaste una carrera. ¿Cuántas de tus amigas del liceo estudiaron, por favor, dime? ¡Entonces! Esta es una tremenda oportunidad, Lucía, te lo digo en serio. Tú me conoces y sabes que no exagero con estas cosas. Roberto se ha hecho millonario con la curtiembre. Y te va a cambiar la vida; son oportunidades que no puedes dejar pasar. Ya le hablé de ti y de lo trabajadora que eras. Me dijo que fueras a entrevistarte con él este jueves a las nueve. ¿Puedes ir? Dejó la cebolla picada en un plato hondo. Del refrigerador sacó un trozo de carne; del cajón de las verduras, papas, porotos verdes y una zanahoria. Comenzó a picar esta última.  Hay oportunidades que no se pueden dejar pasar. Tomó otro sorbo de mate. La micro por Vicuña Mackena y luego caminar una cuadra hacia adentro. Ahí está el portón que Don Domingo abre por primera vez: “Aelante señorita.” Lavó las papas y los porotos. Siguió picando. Sí, mami, son oportunidades que no se pueden dejar pasar.  No voy a volver a casa, no insistas. Te prometo que mandaré lo que gane para que cuides al papá. ¿Ya se hizo los exámenes?  Sí, mami, los voy a llamar todas las semanas. Tomó la carne y la cortó en cubitos. Puso a hervir aceite en el sartén, arrojó la cebolla, luego el resto. Una amiga de mi mujer me habló muy bien de ti, que habías trabajado con ella en su consulta. La verdad es que te ves muy chica para el puesto. ¿En qué más has trabajado? Mhm… ¿Y cuántos años tienes? Bueno, yo tenía tu misma edad cuando me hice cargo de esta empresa. Como pasa el tiempo… Puso un poco de orégano y sal. Revolvió. Luego vertió el agua en la olla y se puso a esperar. No tienes de qué preocuparte, Lucía. Yo te amo y nada te va a pasar mientras estés conmigo, ¿bueno? Ya veremos cómo hacemos para estar juntos. Para mí no es fácil tampoco, están mis hijas de por medio. ¡Y la fábrica! No te olvides que está la fábrica. Otro sorbo de mate. Comenzaba a hacer frío, así que subió a su pieza y se puso un chal. Pero créeme, sólo a ti te amo. Bajó a la cocina y revolvió la olla.

Los obreros volvieron en silencio a sus puestos de trabajo. Roberto se dio una vuelta por los mesones donde se encontraban las máquinas; vio que estaban oxidadas. Los sueldos y las máquinas, habrá que ver de dónde sacamos plata. Luego se dirigió a la antigua oficina de su padre. Ahí estaban la alfombra donde jugaba con sus bolitas cuando niño, el reloj cucú que tenía estrictamente prohibido tocar, la estantería llena de libros polvorientos, el retrato de su madre cuando tenía apenas catorce años. Todo eso era suyo. También lo era el inmenso escritorio café copado de papeles, y el crucifijo de madera colgado en la pared. Se sentó y comenzó a revisar los papeles, a ver si encontraba alguno que le dijera cómo administrar una curtiembre. Entremedio de éstos, halló una antigua foto de su padre cuando joven. Erguido, con chaqueta oscura, su rostro en blanco y negro le sonreía. Él también sonrió. Voy a sacar esta empresa adelante, la voy a hacer grande. No tenía dudas de aquello.

Durante los años siguientes –y los que vinieron después de éstos- Roberto pidió un crédito, pagó a los trabajadores, visitó a los antiguos clientes de su padre, compró máquinas, pago algunas deudas, dio los exámenes que le quedaban, trabajó doce horas diarias, contrató a una secretaria (doña Julia), se tituló, conoció a Margarita Ovalle en la pastoral, visitó a nuevos clientes, pagó las últimas deudas, ahorró, compró trajes, se puso de novio con Margarita Ovalle, compró un auto, viajó a España, asistió a unos talleres de perfeccionamiento, se casó con Margarita Ovalle, arrendó un pequeño departamento en Providencia, fue a misa todos los domingos, tuvo una hija, siguió ahorrando, tuvo otra hija, tomó un crédito hipotecario, compró una casa en La Dehesa, tomó clases de tenis, triplicó el número de trabajadores, importó maquinaria nueva, comenzó a producir carteras y zapatos, ganó millones, compró un departamento en Concón, compró joyas y muñecas, rechazó la oferta de unos italianos para comprar la curtiembre, fue padrino de los hijos de sus hermanas, del hijo de Doña Julia, rechazó otra oferta de los italianos por la curtiembre, se compró un yate, remodeló todo el edificio de la fábrica, navegó por el Pacífico, cumplió cuarentaiséis años. Un domingo cualquiera, mientras tomaba un gin-tónica junto a Margarita en Concón, le llamaron desde Santiago para comunicarle que la señora Julia había muerto. Tras los funerales, empezó la búsqueda de una nueva secretaria. Isabel Larraín, amiga de Margarita, le llamó a casa para recomendarle una niña muy dije con la que había trabajado hace sólo unos meses.

No hubo viaje Madrid. Cuando empezaban a ver hoteles donde alojar, Margarita le dijo que estaba embarazada y eso, sin más, rompió toda posibilidad de escaparse definitivamente con su amante. Aunque en el momento poco le importaba, tanto así que lo había olvidado por completo. Sólo pensaba en los ojos brillosos de Margarita cuando le contó que iba a ser papá nuevamente,  y que sí,  esta vez sería niño, que estaba segura de aquello. Pensaba también en su padre que, con su chaqueta impecable, le seguía sonriendo en blanco y negro, ahora en un marco sobre el escritorio. Pero recordó todo cuando vio a Lucía entrar a su oficina, trayéndole el café de la mañana. Y ahí sintió, por única vez en su vida, que era una mierda.
-        Gracias, Lucía –le dijo, mientras acomodaba la taza de café en su escritorio.- A ver… ¿por qué no tomas asiento? –Roberto mismo se levantó y acomodó una silla delante de él. Aprovechó y cerró la puerta con llave.- Eso, siéntete cómoda.  Mira Lucía, quería decirte que no podremos viajar a Madrid, al menos no por ahora.  Anoche Margarita me dijo que estaba embarazada... No es que lo hayamos estado buscando, te lo juro. Con Margarita hace mucho que nos ignoramos, bueno, no del todo, somos un matrimonio al fin y al cabo…
Se quedó callado. Lucía tenía su vista pegada en la alfombra, mientras sus manos restregaban su falda. Se quedaron un instante en silencio; Roberto buscó su mirada pero ella estaba infranqueable, amarrada a las figuras de la alfombra.
-        Esto no cambia en nada lo de nosotros, cariño –dijo mientras le tomaba sus manos-, pero tengo que quedarme con Margarita, acompañándola. Ella  tiene casi cuarenta años, está muy nerviosa, no puedo dejarla sola. Y voy a ser padre nuevamente, es la última oportunidad de tener un hijo. Es todo muy raro, lo sé, nos tomó por sorpresa y...
Lucía se puso de pie. Tenía la cara pálida y los ojos hinchados.
-        ¿Estás bien? -le preguntó mientras se levantaba de su silla.- ¿Quieres un vaso de agua?
-        No tiene por qué darme explicaciones, Don Roberto –le dijo, alejándose de él.- Me alegro por usted y por doña Margarita. Espero que el niño nazca sano.
-        Gracias, Lucía –respondió algo incómodo.-. Quizá el próximo año, por la misma fecha, no sé, podríamos…
-        No sé preocupe, Don Roberto. Ahora, si me disculpa, tengo que terminar un trabajo.
Se dirigió hacia la puerta y le quitó el seguro. La cerró con cuidado, cruzó el antiguo portón y no volvió más.

La carbonada estaba lista. Salió a buscar unos leños para prender la estufa. Mientras las llamas se iban haciendo de las astillas, se sentó frente a la estufa y pensó en que todo podría haber sido distinto. Como en que su lugar siempre había sido éste y que debió haber vuelto cuando su padre se enfermó o, tal vez, no debió haber partido nunca del sur. Podría haber conocido a otro hombre que ahora la estaría acompañando. Eso lo habría hecho todo diferente. También pensó en que se hubiese quedado en Santiago, ordenando facturas, agendando reuniones, tragándose la pena. Habría estado disponible para él cuando Margarita perdió el niño al tercer mes y quizá, por fin, cruzarían el antiguo portón de la fábrica para escaparse definitivamente. Conocerían Madrid y el resto de las ciudades con las que soñó todos estos años. Pensaba en que todo podría haber sido distinto y en que nada de lo que la rodeaba sería real. Y cuando llegaba a esta parte, volvía la pena y la vergüenza. Se animó, nuevamente, a escribir una carta. Se puso de pie y dio un par de pasos hacia su pieza, pero el ruido de la cerradura la detuvo. La puerta se abrió y debajo de un oscuro abrigo, completamente empapado, entró Roberto a su casa. Sin el apellido de su padre ni una curtiembre por heredar, besa a su madre y le pregunta cómo estuvo su día. 

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